He decidido romper con Pablo Iglesias. El penoso espectáculo del líder de Podemos saltándose el protocolo para regalarle al rey Felipe unos vídeos de una serie de televisión solo puede calificarse de una pillería. Y a él de pillastre. Yo creí que era un tipo bragado y peligroso, osado y firme. De la raza del joven Fidel o del joven Lenin. De la raza del no tan joven Monedero. Y resulta que no es más que un chico travieso. No se plantó ante Felipe con el puño en alto y un billete a Roma como el que le dieron a su bisabuelo, por ejemplo. No mostró el pecho desnudo como las activistas de Femen, ni le tiró confeti como la bella y apasionada rubia de Draghi. No. Le regaló unos deuvedés y después muy ufano ante la prensa -¡Fijaos en lo que he hecho!-, declaró que le daba pena el rey porque se rodeaba de cortesanos. Pero cuando hablaba dejaba asomar a su cara una casi imperceptible mueca de envidia. Porque Felipe se rodeó del pueblo y se casó con él, mientras que Pablo fue novio de Tania, la princesa roja.
Lo peor es que ese acto de rebeldía fue preparado meticulosamente. Pablo se levantó por la mañana, se fue a la Fnac a comprar el estuche, del que pidió factura para justificar en el partido como gastos de explotación, y luego, todo nervioso, como el niño que tiene que actuar en la función del colegio, hizo cola, mientras le entraban ganas de hacer pis, como pasa siempre. Y por fin, rompió el protocolo. Y así apareció en los titulares. Ay, Señor, dame paciencia.