Por mucho que auguremos el apocalipsis, el caos y la ingobernabilidad absoluta, al día siguiente de las elecciones bastará con hacer números. Y, créanme, más tarde o más temprano acabará formándose un gobierno en todas las comunidades y ayuntamientos de España, como ocurrirá meses más tarde en la Administración central, sea cual sea el resultado. Tratar de ganar votos azuzando el miedo a la democracia, porque democracia es aceptar lo que salga de las urnas, guste o no, es un mal negocio para los partidos que pretenden precisamente defender el sistema frente a aquellos que lo atacan y lo consideran un modelo pervertido. Todos los votos valen lo mismo y gobierna el que más escaños suma. Esa es la única clave. Y al que no le guste, que se dedique a otra cosa. No hay que alarmarse si salen parlamentos o consistorios atomizados porque la democracia, como la vida, se abre siempre paso y acaba formando mayorías.
Cabe recordar, por ejemplo, que cuando José María Aznar ganó las elecciones de 1996 por un margen muy estrecho de votos, Felipe González se apresuró a hablar de «dulce derrota». E incluso hubo en el PP quien se creyó eso de que la suya era una «amarga victoria». Pero, pasada la resaca y la fase de mortificación, quien se puso a gobernar fue un señor llamado Aznar, aunque para ello tuviera que tragarse sus palabras - «Pujol, enano, habla castellano», cantaban en Génova- y articular un insólito pacto con el nacionalismo que no solo dejó perplejas a las biempensantes bases del PP con su banderita de España en el reloj, sino también a los militantes del PNV y CiU, que se frotaban los ojos para comprobar que aquel que firmaba pactos con Aznar en la sede del PP era... ¡Xabier Arzalluz! Visto aquello, se antoja un juego de niños que Mariano Rajoy acabe por convencer a Ciudadanos de que hay que matrimoniar si se pretende tener hijos o que el PSOE, por muy casta que sea, termine por sumar los votos de Podemos y hasta los de IU allí donde les salgan los números y conformen mayoría suficiente.
Las conclusiones, por tanto, son dos. Una, que por muy fraccionado que esté un parlamento, la democracia tiene mecanismos más que suficientes para formar gobiernos y estos no tienen por qué ser necesariamente inestables. Recuérdese que Aznar gobernó cómodamente en minoría en su primera legislatura y que Zapatero gobernó apoyándose, entre otros, en ERC, que con una mano insultaba a España y con la otra aprobaba cada día en el Congreso las leyes y presupuestos de esa nación llamada España. Y dos, que al día siguiente de las elecciones, Podemos, Ciudadanos, IU, las mareas y los nacionalistas harán una fiesta por el batacazo electoral que se pegarán el PP y el PSOE. Pero, dos meses después, cuando se acabe la pólvora y el champán, en la inmensa mayoría de los pueblos y comunidades de España gobernarán populares o socialistas. Aunque ya no podrán ejercerlo como hasta ahora, serán ellos los que tengan el poder. Y ya se sabe que el poder desgasta. Sobre todo al que no lo tiene.