El verano de estreno llega envuelto en una niebla espesa. La humanidad lleva siglos masticando el saber de la eterna Ática, que ha acabado desvencijada. La gloria de antaño se ha perdido entre los escombros de sus ruinas. Alguien sentenció en alguna ocasión que las conquistas humanas suelen ser precarias. Es muy fácil derribar un templo que ha costado siglos y grandes dosis de arte levantarlo.
Sófocles Pantazis, abogado, antropólogo y diplomático de Salónica, decía en un café junto al parque Pedion que le encantaba tocar el piano en su jardín bajo la luna y sorber una copa de champán entre movimiento y movimiento. Habla 16 idiomas y su palabra preferida en gallego es «paspallás», el pájaro que gusta de cantar entre el trigo dorado. Pantazis contaba que una vez se encontró con un niño cargado de pescado al que se le caían los zapatos. El chaval le preguntó si podía atárselos. Sófocles se agachó y le hizo los nudos pertinentes. El pescadero se fue y él se olvidó del pícaro. De allí a unos días, el muchacho apareció de nuevo y le entregó un gran pescado. «Diré que me lo frían», contestó agradecido el letrado. «No, mejor al horno», replicó el recadero mientras se alejaba a la carrera.
En Grecia, cada paso de la vida tiene una leyenda o una fábula para explicarlo. Ahora, Bóreas, Escirón, Céfiro, Libis, Noto, Euro, Apeliotes y Kaikias, los dioses del viento, se han puesto a soplar todos juntos sobre el pueblo. Han desatado una tormenta en pleno estío que ha puesto a temblar a Europa. Y la veleta y la brújula de la Torre de los Vientos del Ágora, averiadas. No sé qué será del piano de Sófocles, ni de su jardín y ni de su luna, pero seguro que el niño ya no tiene un pez para regalar a quien le ate los zapatos.