«Las redes sociales le dan derecho de palabra a legiones de imbéciles que antes hablaban solo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la colectividad, mientras que ahora tienen el mismo derecho de palabra de un premio Nobel. Es una invasión de imbéciles». Escribir esto en un artículo que puede ser rastreado por Google es suficiente para que a uno lo claven en una cruz y se ensañen después con su cadáver. Afortunadamente para mí, no es mi opinión, sino la del reputado pensador italiano Umberto Eco, el mismo que lleva despachados 50 millones de ejemplares de su novela El nombre de la Rosa.
Entre aquellos Apocalípticos e integrados sobre los que Eco nos instruía en los 60, él se sitúa con los apocalípticos. Es obvio que perdió el tren de la modernidad. Pero, rechazando de plano su bárbara provocación, sí conviene reflexionar sobre la influencia de las redes sociales en la política. Existe una tendencia a magnificarla y a considerar que la verdad está en la Red y quien no está en ella no cuenta. Y muchas veces ocurre lo contrario. Millones de españoles no tienen Twitter, ni falta que les hace. Pero están integrados en la sociedad, tienen sus propios problemas y saben lo que quieren en política. Los que están fuera son los que viven 24 horas al día en la Red, como en Matrix, sin contacto con los problemas reales.
El nuevo vicesecretario de Comunicación del PP, Pablo Casado, presentó la reciente Conferencia Política del PP explicando que el evento se iba desarrollar en un «formato Ted Talk», se retransmitiría «en streaming» y se podría seguir con «la aplicación Periscope». «Y no es más moderno porque no hemos tenido tiempo», añadió. Rajoy, y la mayoría de los dirigentes, militantes y simpatizantes del PP que le escucharan pondrían cara de estar entendiendo algo, pero probablemente se estarían preguntando: «¿De qué carajo estará hablando este tío?».
El atracón de modernidad, de redes sociales y de feedback lleva a algunos políticos a la confusión. Por ejemplo, a tratar de recuperar votos sacralizando la participación de la militancia en las decisiones, en lugar de centrarse en la sociedad entera. Parecen no comprender que alguien que ya milita y paga la cuota en un partido difícilmente dejará de votarlo. Y que a quien hay que convencer es al votante, que es otra cosa.
La maravilla de las redes sociales es que cualquiera puede leer en tiempo real lo que tenga que decir un premio Nobel de Física o difundir sus propias opiniones por si a alguien le interesan. Pero, a veces, eso conduce a que verdaderos indocumentados se crean capaces de discutir de física cuántica con Stephen Hawking, a que pontifiquen sobre el origen y la solución a la crisis griega o insulten a cualquiera que no comparta su opinión, sea quien sea. Eco no tiene razón. En las redes hay tantos imbéciles como en la vida real. Lo que hay que procurar es poner las redes al servicio de la sociedad, y no al revés. Y, sobre todo, que las decisiones políticas se tomen en función de lo que opine la mayoría, no solo los imbéciles.