El debate era sobre los Presupuestos del Estado del año 2016, pero Cristóbal Montoro lo convirtió en otra cosa. Por una parte, en un gran mitin electoral en sede parlamentaria, hasta el punto de que no parecía el ministro de Hacienda, sino un candidato a la presidencia del Gobierno. Por otra, en un juicio sumarísimo a Rodríguez Zapatero, a su sucesor Pedro Sánchez y a toda la doctrina socialista. Cuatro años después, el Gobierno Rajoy y sus ministros siguen necesitando recordar, mencionar y condenar la herencia de Zapatero para engrandecer su gestión económica. Y hay que reconocer que el señor Montoro lo hace con convicción, contundencia, pasión en la palabra y se supone que con conocimiento de causa: nadie como él ha tenido que sufrir las cuentas dejadas por el Gobierno anterior... y enderezarlas.
Debo decir que, en su pelea con Pedro Sánchez, Montoro se destapó. Detrás del gran técnico hacendista resulta que hay un auténtico killer político, que se iba creciendo a medida que lo coreaban los diputados de su partido. No solo defendió sus números y resultados, sino que atacó a los adversarios con una fuerza dialéctica desconocida. No es Demóstenes, pero sustituye sus carencias oratorias con un sarcasmo feroz. Repartió mandobles a los que quieren la ruptura de España o siguen modelos económicos distintos al suyo. Echó mano de la memoria más cruel para recordarle a Pedro Sánchez que una vez propuso la desaparición del Ministerio de Defensa. Calificó como «mandangas» las propuestas que el mismo Sánchez llevó al Congreso. Identificó al líder socialista como el auténtico problema de España. Lo situó en el ámbito ideológico de Syriza. Fue despiadado. Un killer.
Supongo que el presidente Rajoy se divirtió escuchándole. «¡Este es mi Montoro!», habrá exclamado. Era su complemento perfecto. Era el oficiante de la subida de la recuperación a los altares. Mientras él se esforzaba en su nueva imagen de cercanía, parándose hasta tres veces a hablar con los periodistas en el pasillo, Montoro representaba la fortaleza de gobierno, la explotación del éxito económico, la exhibición de unas cuentas triunfales y la dureza frente a las críticas externas. Pedro Sánchez podía tener la razón ideológica, podía hacer un discurso rentable pensando en los votos de izquierda, podía consolidarse como líder del socialismo, podía arrojar dudas sobre la realidad y la justicia de la recuperación, pero el ministro tenía la razón de los resultados. Era muy eficaz para su público. Lástima que se haya hablado tan poco de los Presupuestos. Pero hay que entenderlo: todos los oradores y los escaños aplaudidores están pensando más en las urnas que en los números y las necesidades reales del país.