Cataluña es uno de los ejes de la memoria colectiva de España. Pase lo que pase mañana domingo, una cuchillada certera ha partido en dos mitades la geografía de los sentimientos y dividido de forma fragmentaria el viaje común, la singladura de siglos que ha navegado buscando un horizonte que ya estaba escrito en Tirante el blanco, contado desde mosén Verdaguer hasta el recientemente denostado Josep Pla en su Cuaderno gris, o en su Viaje en autobús, que describe una Cataluña desvelada pueblo a pueblo.
Yo soy más partidario de la gran literatura catalana escrita en español, estoy muy cerca del primer Marsé de Últimas tardes con Teresa, de la Barcelona mestiza y charnega, de la burguesía de posguerra y del Pijoaparte, e incluso de Plaça del Diamant, de Merçé Rodoreda, o de la obra inicial de mi añorada Ana María Matute.
Me siento catalán porque nací en Galicia, soy por tanto español, y pertenezco a la patria común europea, por cultura y tradición con los mismos argumentos que enarbolan los catalanes obstinados en su planteamiento secesionista.
Coincido con Burke cuando elabora las bases teóricas de una historia de las emociones y asevera que son, simplificando, la consecuencia de la falta de un marco analítico riguroso. Quizás la «cuestión catalana» sea solo un problema antropológico de una comunidad emocional, la historia de una minoría sostenida por principios culturales no especialmente diferenciadores en los que la lengua, el idioma propio, vertebra un potente eje identitario.
Para mí, que continúo fiel a Braudel y la escuela de los annales, que interpreto la historia en términos económicos como si el marxismo no se hubiera superado, la campaña por la independencia se basa en un eslogan falaz y mentiroso, que afirma falsamente que España nos roba como alternativa de un bienestar que no está ni se espera. Promete subir las pensiones un diez por ciento mientras es incapaz, como autonomía, de poder refinanciar una deuda pública desorbitada.
El «som i serem» del viejo eslogan catalanista solo es posible manteniendo un sentimiento integrador. Sé que es muy difícil, por no decir imposible, luchar, plantear un argumentarlo básico contra los sentimientos que se basan en las emociones. Geografía y territorio están en el origen de los Estados, de los pueblos, de las naciones, incluso de las que no tienen Estado. Pero los territorios no son independientes, son las poblaciones que los habitan y sus habitantes, hoy reclaman legítimamente sanidad y educación, pensiones y bienestar, solo alcanzables sumando, estando juntos que no unidos, invocando un proyecto que pese a los que lo denuncian es solo posible desde un marco colectivo.
La memoria del olvido es alejarse de la historia común de los recuerdos de un pasado viable, de un presente compartido.
El lunes seremos la crónica de una frustración, un corte abierto de difícil sutura, dos lecturas antagónicas para una misma realidad, una herida profunda que tardará al menos una generación en cauterizar. Somos la memoria de un difícil olvido.