Sería ingenuo e irresponsable no dar la importancia que tiene a la moción propuesta el martes en el nuevo Parlamento de Cataluña, suscrita por los dos partidos -Junts pel si y la CUP- que alcanzan en el mismo la mayoría absoluta, para tratar de conseguir ya la conformación de un Estado independiente que adopte la forma de república. A tal fin, se propone el inicio de un proceso constituyente que conlleve la promulgación inmediata de una normativa propia con total desconexión del Estado español, cuyas instituciones se descartan abiertamente, debiendo el nuevo Gobierno catalán seguir, única y exclusivamente, las normas y mandatos del nuevo Parlamento surgido de las elecciones el pasado día 27 de septiembre.
La reacción del Gobierno español, que muy elogiablemente comparten el PSOE y Ciudadanos, ha sido contundente y oportuna y se corresponde con la propia de un Estado de derecho como el que rige en España desde la Constitución de 1978.
Y cuando se habla del derecho es conveniente recordar que el mismo, por su propia esencia, conlleva un elemento de coerción sin el que devendría en instrumento inútil para la ordenada convivencia social. En España, tras largos años de dictadura, se llegó felizmente a la democracia, que fue consagrada en el ya mencionado texto constitucional de 1978, curiosamente refrendado por un 91,09 % de los catalanes que acudieron a las urnas.
Nada es inamovible en la configuración política de una sociedad, pero hasta tanto no se modifique lo ya establecido por medio de los cauces legales al efecto instaurados, habrá de estarse a la situación legal existente, que aparece ratificada por la voluntad mayoritaria de la ciudadanía.
Desde los presupuestos resumidamente expuestos, la actitud que viene adoptando una parte considerable de las fuerzas políticas catalanas se revela totalmente desquiciada y contrasta con el seny que ha venido caracterizando a la actuación de sus gobernantes desde la instauración del Estado de las autonomías.
Puede parecer una ingenuidad el que, ante una situación como la contemplada, se afirme que nada importante y trascendente va ocurrir si las autoridades del Estado español, más allá de la ambigüedad o la indolencia, ponen en ejercicio los mecanismos de coacción legal precisos para que el Estado de derecho cumpla su función en los términos previstos por la Constitución que todos los españoles nos dimos en el último tercio del siglo pasado. Una parte de la nación no puede decidir sobre algo que corresponde al conjunto de ciudadanos de la misma y, en consecuencia, si los catalanes en una proporción estimable pero no mayoritaria pretenden la independencia, tendrán que someterse al veredicto del pueblo español en su conjunto y aceptar las consecuencias del mismo.
Si, como parece, una porción del pueblo catalán trata de ignorar la realidad del Estado único en el que, desde hace cinco siglos, se halla integrada la circunscripción territorial en la que habita obviamente resulta ineludible que por las autoridades de ese Estado se adopten las necesarias medidas legales, que las hay, para reconducir la situación a los términos jurídicos exigibles, poniendo fin, de una vez por todas, a esta situación de constante y creciente desafío separatista.
La rigurosa respuesta del presidente del Gobierno español ante este último y serio episodio protagonizado por las autoridades políticas catalanas tiene que ir acompañada de la adopción de las medidas legales pertinentes y oportunas que impongan, por encima de todo, que el Estado de derecho cumpla los fines que le son propios y desarrolle la función que es inherente al mismo. A ningún infractor se le puede permitir no responder de la infracción cometida.