Un misil derriba el vuelo MH17 de Malaysia Airlines (17-08-2014) y mueren 298 personas, la mayoría holandeses. Un explosivo derriba el vuelo KGL9268, procedente de Sharm el Sheij (30-10-2015), y mueren 224 personas, la mayoría rusas. Una bomba puesta en la estación central de Ankara, que estalla al paso de una manifestación, deja 95 muertos y 246 heridos (10-10-2015), la mayoría turcos. Un tiroteo y varios suicidas causan más de 130 muertos y 300 heridos en París y Saint-Denis (13-11-2015), casi todos franceses. Una oleada de lobos solitarios del barrio de Jabal Mukaber causan docenas de muertos en Jerusalén (octubre y noviembre del 2015), mientras la policía abate a más de cien suicidas palestinos que actuaban con armas blancas. Un comando yihadista asalta el hotel Radisson Blu de Bamako y causa al menos 27 muertos (ayer por la tarde), casi todos occidentales. Y así se podrían llenar todas las páginas de este periódico.
Dice el refrán que el campo no tiene puertas, y por eso esta guerra sin frentes es imparable. Porque su objetivo es todo el mundo, porque el virus del suicidio fanático es indetectable para el escáner y las barreras, y porque detrás de estos casos de fuerte impacto simbólico esperan los ferrocarriles y aeropuertos, las fiestas más concurridas, las iglesias y procesiones, los estadios y mercados, y hasta los propios entierros de las víctimas. Esto no es una guerra, sino un avispero enfurecido y suicida que puede causar más daño del que cabe imaginar. Y a eso se añade que mientras a nosotros se nos hunde el mundo con cada muerto y cada herido, y mientras nuestras ciudades funcionan como multiplicadores involuntarios del caos, las bombas sobre Raqa no cambian en nada la mísera y esclavizada cotidianeidad del Estado Islámico, e incluso pueden actuar como productoras de yihadistas y fanáticos que ya no tienen nada que perder.
De este pulso de injusticias que hemos montado -nosotros con misiles, y ellos con bombas caseras y AK47 de segunda mano-, está surgiendo un episodio de violencia y muerte que ha venido para quedarse, y que, por carecer de frentes de batalla, no se puede parar con ejércitos victoriosos y tratados de paz. La única salida que se vislumbra es un largo proceso de reconstrucción de la igualdad, el respeto, los valores, la dignidad y la razonable esperanza en que el orden social y la cooperación mutua son suficientes para la realización y el disfrute de nuestras vidas. Y ese objetivo es largo, proceloso e incierto, y, a corto plazo, no garantiza nada. Pero creo que el verdadero problema es que, de momento, estamos haciendo el camino exactamente al revés, habiendo olvidado lo que algún día nos dijeron a todos los cristianos: que «la violencia engendra violencia», y que «el que a hierro mata a hierro muere». Pero algo locos estamos. Y ni por esas.