Desde las elecciones de 1977, la política española podría resumirse en una crónica de luces y sombras bastante equilibrada. Hemos renovado el país de los pies a la cabeza, entrado en la UE, multiplicado por siete la renta per cápita, y hemos ganado justicia y modernidad en toda clase de servicios sociales y comunitarios. Nuestras ciudades están entre las mejores y más hermosas del mundo. Nuestro magnífico patrimonio histórico convive con una eclosión de modernidad material e inmaterial en la que los edificios, las orquestas sinfónicas, los teatros, los museos y las bibliotecas nos hablan de un Estado renovado y consolidado. También somos un país seguro y alegre, en el que conviven con igual dinámica las movidas juveniles y las preciosas generaciones de viejos -muy viejos- que, lejos de testimoniar miseria y descuido, son evidencia de saludable bienestar.
Claro que en esta crónica también se han colado el 23F, la criminalidad de ETA y los GAL, la crasa corrupción de los años noventa, en el ocaso de Felipe González, y el más sofisticado latrocinio -el de las burbujas inmobiliarias y las vacas gordas-, que emergió de forma brutal y escandalosa en esta legislatura. También la crisis, que ocupa los siete últimos años, produjo una corrupción sistémica, al derivar en grandes bolsas de paro, desigualdad e insolidaridad y en la asonada catalana. Pero a nadie le cabe duda de que, si miramos a la vez los gozos y las sombras, el balance de estos 38 años es asombrosamente positivo en todos los órdenes, hasta conformar la mejor España de todos los tiempos, y la que, lejos de deberse a la acción singular de héroes o líderes providenciales, trae causa de la voluntad política de un pueblo que, haciendo uso de un sistema político casi perfecto, trabajó su felicidad y su futuro con tanto esfuerzo como éxito. Y las claves de tanta ventura, si hubiese que asignarlas a concretas virtudes, hay que verlas en la estabilidad política y la gobernabilidad del sistema, que si unas veces nos permitieron emprender grandes reformas y avanzados proyectos, otras nos ayudaron a enmendar los graves errores cometidos en tan prolongada y acelerada cotidianeidad.
Pero la gobernabilidad y la estabilidad también fueron causa de que, dando por supuesto que los fundamentos de la convivencia están garantizados, nos hayamos convertido en uno de los pueblos más autocríticos y con mayor y más estéril autoodio del mundo. Y por eso nos vendría bien repasar nuestras propias historias, personales y colectivas, y analizar qué papel jugó en ellas el sistema político nacido de la Constitución de 1978. Porque si abordamos las elecciones de mañana soñando con paraísos terrenales y auroras boreales, corremos el riesgo de equivocarnos, perder pie y acabar en las nubes. Un desgraciado destino que más de una vez ya hemos pisado.