Siguen pareciendo dos mundos paralelos. Por una parte, el de los partidos enfrascados en tejer interminables mantos de Penélope, en los que parece darse la vuelta de noche a lo avanzado de día, para quedar mejor colocados si hay que volver a las urnas.
Por otra, la realidad que asalta con solo pisar la calle un par de horas.
La del parado que se quedó sin empleo poco después de los 40 y, cerca ya de los 50, apenas aspira a complementar con los céntimos solidarios a la puerta del supermercado de barrio el fruto de las esporádicas chapuzas, para pagarse una habitación y no dormir en un cajero.
La de la empleada a la que su saneada empresa enfrenta a un traslado a cientos de kilómetros por el cierre de una sucursal supuestamente no rentable.
La de la madre que se lamenta de la disminución de calidad de la atención a su hijo de una Seguridad Social mermada de medios.
La de la pescadera autónoma que trasnocha y madruga para ganarse la vida y se queja de tener que pagar no solo la entrada al puerto en el que consigue su mercancía, sino incluso una tasa por una basura que no genera.
Son apenas cuatro gotas del caudaloso río con el que se topa todo el que ponga un pie en la calle.
Lo peor es que quienes cuentan su realidad a pie de calle muestran un descorazonador escepticismo ante lo que puedan depararles los del mundo paralelo de las negociaciones para formar un Gobierno que empiece a resolver nuestros problemas.
De los viejos y de los que se autocalifican de nuevos. Vencer el creciente escepticismo de la calle debería ser el primer objetivo de quienes ocupan ese otro mundo. Pero no parece que lo sea.