Hay fotos con vocación de futuro. 9 de junio del 2012. María Sharapova respira aliviada en el vestuario instantes después de ganar su primer Roland Garros. A su lado, un trofeo que vale mucho más que su peso en euros: 1,6 millones. La recompensa a toda una vida de sacrificios y bla bla bla. Cuando se hace este posado, hace tiempo que Sharapova es ejemplo para el mundo dentro y fuera de las pistas. Un mes después, la tenista, modelo y empresaria rusa llega a la final de los Juegos. Citius, altius, fortius. Quizás demasiado citius, demasiado altius, demasiado fortius. El lunes, Sharapova se confesó culpable. La foto dice ahora otras cosas: habla del ángel caído, de un espejo roto, habla de hacer trampas para dormir en los laureles. Lo advirtió un ganador del Tour de Francia: ¿Alguien cree que se puede subir el Tourmalet con un plato de espaguetis? El caso Sharapova es otra puñalada a los que juegan limpio. El deporte mimetizándose con la política. Así despachó Rita Barberá estos días las mil sospechas de corrupción contra ella y los suyos: «Todo es falso». Fuera de contexto, quizás sea la verdad más grande que pronunció nunca. Pues que «todo es falso» es la triste, la decepcionante sensación que, a golpe de dopado, a golpe de corrupto, va cristalizando.