Escandaliza. Pero no sorprende. Esa es una de las paradojas repetidas de España. Los secretos a voces que acaban en sumarios judiciales. O en papeles panameños. O en las incontables cuentas del mapa del paraísos fiscales (Dios salve a la Reina). Hace tiempo que el nombre Manos Limpias sonaba a broma entre irónica y macabra, dependiendo del caso judicial. Lo mismo se vendía como un grupo de paladines del pueblo frente a la Casa Real como se enzarzaban en una cruzada contra los derechos de los homosexuales. Hacían tanto zurcidos como bordados. Y en el mundillo financiero se comentaban aquí y allá las peticiones de Ausbanc. Sin embargo, parecía que las dos organizaciones formaban parte de los engranajes del sistema. Es como si se concediera que entre la flora y fauna patrias tuvieran derecho a existir ciertos parásitos. Algo natural, en fin. La justicia ha esperado mientras se acumulaban querellas y extorsiones. Alguna de las denuncias de Manos Limpias tendría su base, igual que un reloj parado da la hora exacta dos veces al día. Pero el momento de su caída siembra el terreno de teorías conspiratorias que no benefician ni a culpables ni a inocentes.
Escándalos, que no sorpresas. Porque aquí estamos servidos de clásicos. Clásicos como Rodrigo Rato y Mario Conde. Mucho más que Cervantes, desde luego. Aunque a Rato y a Conde haya costado bajarlos del pedestal del ejemplo al fango de la desaprobación. Porque, como diría el Quijote, «la falsedad tiene alas y vuela, y la verdad la sigue arrastrándose, de modo que cuando las gentes se dan cuenta del engaño ya es demasiado tarde». ¿Y Sancho? Sancho, como Hacienda, somos casi todos.