Lo malo de las bromas es cuando no tienen gracia. Y lo peor es cuando el bromista usa esa doble vara de medir según la cual las invectivas que él lanza son metáfora inteligente, literatura solo al alcance de los más avispados, y cuando las recibe son ataques inadmisibles y producto de las peores confabulaciones. Pablo Iglesias, que por lo escuchado en los últimos días marca tendencia, lo ha vuelto a hacer. En un alarde de su soberbia interpretación de la libertad de expresión y del derecho a la información ha traspasado la línea que separa la crítica de la descalificación.
Había un precedente, cuando el líder de Podemos enjuició la vestimenta de una periodista en lugar de responder a una pregunta, por lo visto, incómoda. Ayer se superó a sí mismo y logró que un puñado de informadores -desde luego sujetos a la crítica, pero no al insulto y a insidia- abandonasen la sala en la que el político de la nueva política echase mano de viejos modos que ya casi nadie se atreve a utilizar. Iglesias, y muchos otros, sigue abonado (y abonando) la especie de que los medios de comunicación libres forman parte de la estructura que ellos están llamados a derribar para traer una nueva Arcadia en la que, por cierto, él sería juez y parte en el control de quienes tienen la función de controlar al poder. Nada nuevo, por otra parte.
Es indudable que Iglesias recibe estopa. Y más que recibirá si sus actuaciones acaban por incidir en la vida de la gente, como saben sus correligionarios (y los que no lo son) que ya han entrado en alguna esfera de poder. No olvidan, aunque lo callan, que ese oficio que parecen denostar ha contribuido también a forjar una democracia en la que ellos han podido crecer.