La última película de Iciar Bollaín cuenta la historia de Alma, una joven de 20 años que trabaja en una granja de pollos en el interior de Castellón. Su abuelo es la persona que más le importa en el mundo, pero dejó de hablar, para sorpresa de todos, hace años. Alma está obsesionada con la idea de que lo único que puede devolverle el habla a su abuelo es recuperar el olivo que vendió la familia contra su voluntad hace 12 años. Para ello, Alma se embarca en un viaje hacia algún lugar de Europa donde está el monumental olivo.
Les aseguro que no era mi intención volver sobre el tema de mi última columna, sin embargo, una serie de lectores del periódico se han dirigido a mí al sentirse apoyados en la defensa de ejemplares centenarios, o conjuntos de árboles sobresalientes, y eso me ha traído a la cabeza un par de cuestiones. La primera, bastante obvia, es que mucha gente lee cada día este periódico; la segunda que lo que allí contaba no iba tan descaminado. Me lo han ratificado desde Ponte Ledesma o Mazaricos, en A Coruña, desde Palas de Rei, en Lugo, y desde A Ribeira Sacra en Ourense, en donde olivos majestuosos, carballos, etcétera, son talados o mutilados sin contemplación.
Pues bien, algo similar está ocurriendo con la venta de árboles monumentales. Olivos milenarios están siendo vendidos para rotondas o campos de golf, o han emigrado a mansiones de Alemania, Francia o Emiratos Árabes, y muchos de nuestros pueblos y ciudades no se escapan a esa moda. En un caso se llegó a vender un olivo de nueve metros de perímetro por 12.000 euros para adornar una exclusiva urbanización. Hoy pueden encontrar en Internet numerosas empresas que venden olivos centenarios y casas de lujo que los subastan; sorprendentemente una de estas empresas especifica: «A partir de setecientos años, consultar precio». La película El olivo reflexiona sobre el legado intergeneracional, sobre el enfrentamiento entre el patrimonio emocional y el económico que hemos sufrido en los últimos años. También lo hace alguno de los correos que he recibido en referencia a unos árboles mutilados: «Estas oliveiras foron testemuñas das penas e alegrías de numerosas xeracións de habitantes de Ponte Ledesma. Participaron nas nosas festas patronais, víronnos bautizarnos, confirmarnos, casarnos e tamén nos viron morrer e enterrarnos a poucos metros delas».
Me resulta difícil entender cómo alguien puede talar o vender un árbol centenario, cómo puede apropiarse de una historia ajena para plantarla en su finca y exhibir un pasado inexistente ante las visitas; lástima que esos árboles no puedan hablar. Tampoco comprendo la razón por la que un concello quiere colocar un árbol, que nada dice del pueblo, en una rotonda, u ordena despedazar un árbol en una poda. No cabe más ignorancia.
Sigo pensando que el trato a nuestros árboles dice lo que somos, cómo respetamos nuestro pasado y cómo es nuestra visión del futuro y, por lo que he visto, más lectores opinan como yo.