E s hora del homenaje. Hay dos Alí. Los dos son mitos. Alí Babá reina en los cuentos y en las cuevas. Mohamed Alí en los escenarios llenos de humo y en los periódicos que manchaban las manos de tinta y agotaban las tiradas. Fue primero Cassius Clay para ser después Mohamed Alí. Nació dos veces para quedarse para siempre. Sí, se movía como una mariposa y picaba como una abeja sobre la plataforma del ring. Fue el boxeador capaz de pegarle una paliza a su sombra, porque se movía más rápido que ella. Pero Alí fue muchas más cosas. Hablaba con el mismo genio que peleaba. Era de esos que interpretan una crisis como una oportunidad. Insumiso de Vietnam, decía verdades como puños (que era lo de él): «Cuando tienes razón nadie lo recuerda. Cuando estás equivocado, nadie lo olvida». Así era Mohamed. Listo como solo lo sabe ser el hambre, se lamentaba de que «la gente no soporta a los bocazas, pero los escucha». En España somos expertos. El boxeador forma parte de la historia, de nuestra historia, como Marilyn o el vietcong, el fulgor y la guerra. Su vida fue una hazaña. Si los norteamericanos hubiesen encontrado al fin a su Shakespeare y la gran novela americana, lo sabrían porque ese genio habría escrito la vida de Mohamed Alí. Punto por punto, título por título. El hombre que más comprendía lo que significa que cuenten hasta diez pronunció frases como esta: «No cuentes los días, haz que los días cuenten». Hay tipos que vienen a la vida a disfrutar del espectáculo de otros tipos que son tan gigantes que no vienen a la vida, desembarcan en ella como si estuviesen tomando Normandía todas las mañanas. Los rivales de Mohamed Alí comprobaron que sus puñetazos sonaban como la campana del ring cuando estás tirado en la lona y te das cuenta de que no te levantas más. Un turbión.