Circula por las redes una campaña de recogida de firmas para que los deportistas paralímpicos perciban un premio por cada medalla igual al que se concede a los olímpicos. La razón es clara: la brutal discriminación que supone que una medalla de oro en competición individual suponga para aquellos menos de un tercio que un oro olímpico individual, 30.000 euros frente a 94.000. Y eso después de que se haya triplicado su importe, porque antes de los Juegos de Río la medalla de oro paralímpica se despachaba con 10.000 euros.
Los paralímpicos lograron 31 medallas en los Juegos que concluyeron el domingo y situaron a España en el undécimo lugar en el ránking de países participantes. En ambos casos por encima de sus compañeros olímpicos, aunque esta comparación es mucho menos importante que la que destaca la diferencia de trato que reciben.
Si el esfuerzo de Rafa Nadal o de Mireia Belmonte merecen admiración, qué se puede decir de personas como Teresa Perales, que, tras perder la movilidad en las piernas a los 19 años por una neuropatía, fue capaz de aprender a nadar, empezar a competir y acumular 26 medallas paralímpicas. O de Elena Congost, nacida con un 10 % de visión por atrofia del nervio óptico, que logró la medalla de oro en maratón en Río, superando la plata obtenida en Londres, y acumula récords del mundo en varias especialidades atléticas.
Además de acabar con la discriminación en los premios por medallas, una sociedad menos absurda que la actual se ocuparía de que el ejemplo de superación que supone cada deportista paralímpico se conociese hasta en el último rincón. Para que sirva de espejo en el que mirarse.