Donald Trump lleva queriendo conquistar el cielo americano desde comienzos de los años ochenta, y estuvo a punto de conseguirlo con la Torre Trump, en Chicago, terminada en el 2009, que tuvo que reducir su altura por los atentados de Nueva York, quedando ligeramente por debajo de la altura de la Sears Tower (también en Chicago), que, terminada en el año 74, se convirtió en la torre más alta del mundo, hasta que en 1998 fue superada por las Torres Petrona en Kuala Lumpur.
El camino iniciado en los años treinta con el Rockefeller Center en Nueva York, en el que la especulación, según Manfredo Tafuri, adquirió un rostro público, como un «bien» de una empresa que pretendía enriquecer a la colectividad, rompiendo con la utopía del control público del suelo de la ciudad, tuvo su expresión generalizada en el Urban Renewal de los centros de negocios de la mayor parte de las ciudades americanas, a partir de los años cincuenta, en donde la colaboración entre el capital, el poder estatal y los organismos planificadores será fundamental para la transformación de todas las ciudades americanas, con la imagen de las corporaciones, conquistando el cielo de la ciudad.
Para el proyecto de la Torre Trump en Chicago, Donald Trump llamó a la empresa de arquitectura e ingeniería SOM, que había proyectado la Sears Tower, y antes, a mediados de los años sesenta, el John Hancock Center (también en Chicago), y que había llenado de torres el Lower Manhattan de Nueva York con sus proyectos.
L a conquista de la altura por parte de SOM, que a través de su ingeniero Fazlur Khan había transformado el sistema estructural de los edificios de gran altura para conseguir las 100 plantas del Hancock, y las 110 de las Sears Tower, con usos mixtos (residenciales y hoteleros), atrajo a Donald Trump para conseguir que su torre tuviese 98 plantas y 423 metros de altura, en el centro de Chicago. La torre ocupó parte del río de Chicago con sus plantas bajas y ocultó el perfil de la Marina City (1964) y el IBM Building (1975), que antes dominaban el paisaje central de esta ciudad. Consiguió así el sueño de todo promotor inmobiliario, expresado en las letras de la fachada que a gran tamaño identificaban este edificio con su nombre.
La Torre Trump de Nueva York, en el Midtown, terminada en 1982, en donde tiene sus oficinas Donald Trump, e incluso su vivienda en al ático, apenas tiene la mitad de altura y 58 plantas, pero su fachada acristalada, con jardines colgantes en un extremo apoyados en los retranqueos de uno de los vértices, le sirvió, como la canción de Leonard Cohen, para «tomar Manhattan», y para que fuese reconocido su nombre en la retícula uniforme del centro de Nueva York. Otras torres más bajas como la de Punta del Este en Panamá, la de Estambul, o la reciente de Río con los Juegos Olímpicos, también dominan el cielo de la ciudad, mostrando la ambición de un empresario que por encima de sus rechazables manifestaciones públicas representa el sueño americano, que el cine ha convertido en la imagen de este país. Por eso le apoyan Clint Eastwood y Bruce Willis, como representantes de una imagen colectiva que se transmite al exterior, continuadores de John Wayne y Charlton Heston, que Trump debió convertir en héroes de su juventud, transformando la fuerza de las armas (con sus fabricantes, los farmacéuticos, los constructores, las financieras, y las industrias contaminantes, frotándose las manos) en la fuerza del dinero, de quien como en el hombre solo ante el peligro es capaz de enfrentarse a la imagen del skyline de las anteriores corporaciones construyendo las torres más altas. Y no hay torre más alta en Estados Unidos (y quizá en el mundo) que la de ser presidente.