La violencia de género ha dejado ya un rastro de 16 cadáveres en un comienzo de año especialmente trágico. Pero, además, ocho menores han perdido a sus madres. Se calcula que son alrededor de 500 los huérfanos desde el 2004. Es una cifra aproximada, porque hasta el 2013 no había estadística oficial.
Apenas se sabe nada de estas niñas y niños, marcados de por vida por una experiencia terrorífica. Algunos han visto cómo su padre mataba a su madre y se enfrentan a un futuro de madre muerta y padre en la cárcel. Sobrecoge imaginar el ambiente de violencia en que han tenido que vivir antes del asesinato y el calvario posterior.
Un calvario aun más duro de afrontar por el ínfimo amparo que les ofrecen las Administraciones y la escasez de iniciativas de una sociedad que está empezando a reaccionar contra el terrorismo que siega vidas de mujeres, pero apenas muestra aun sensibilidad a la tragedia que ha marcado la vida de esas niñas y niños.
Apenas hay seguimiento de lo que ocurre a los huérfanos por violencia de género, cuyos tutores tienen que afrontar complejos trámites legales aún bajo la impresión de la tragedia y de la reorganización de sus vidas para acoger a los huérfanos. A veces se les deniega incluso la pensión de orfandad porque la madre no había cotizado el mínimo de quince años o tienen que cambiar de colegio porque los identifican como hijos del asesino.
Son solo algunos de los hechos denunciados por la Fundación Mujeres, cuya actividad constituye uno de los escasos oasis en el desierto de la falta de atención a estos niños, condenados a una doble orfandad, la de perder a sus madres y la de una sociedad que los ignora.