Carmen Avendaño, que da la sensación de ser una mujer firme y serena, dedicó una buena parte de su vida a combatir a los narcotraficantes que, desde los años ochenta, desangran Galicia. Las cicatrices provocadas por esa cruenta guerra en la que la violencia la pone una parte y la otra aporta las víctimas, no le hacen perder la serenidad cuando, después de 21 años de condena, ve salir por la puerta de la prisión a Laureano Oubiña. «Es una persona que tiene derecho a la libertad, no la cuestiono. Tiene derecho a la reinserción, aunque de la de él dudo», dice esta madre que tuvo que entregar a dos de sus cinco hijos a la heroína.
Oubiña cumplió su condena por traficar con hachís y por blanqueo de capitales. Nunca se probó que participase en el negocio criminal de otras mercancías. Aparece ahora en la televisión, con aspecto manso, rastrillando los campos de un centro de reinserción en el que pasará unos días antes de disfrutar de plena libertad. Se le escucha hablar, casi beatífico, de otro interno al que le recomienda alejarse para siempre de las drogas. Avendaño, desde su dolor, no pierde la calma cuando ve a Laureano Oubiña libre, pero nadie le reprocharía un rapto de cólera ante una escena que, si no lo es, tiene todos los ingredientes de una ironía mordaz y humillante.
Oubiña encarna para muchas personas lo peor de aquella lacra que diezmó a toda una generación y amenazó con pudrir para siempre a la sociedad gallega, pero cumplió la condena que le da el derecho a reinsertarse en la sociedad como una persona libre. Y así debe ser un Estado de derecho por el que siguen peleando cada día personas como Carmen Avendaño. Son los muertos pisoteados por el caballo los que no tienen otra oportunidad.