Conozco bien la ira. Se trata de una emoción fogosa, que habitualmente obnubila la inteligencia. Bajo su influencia podemos hacer mucho daño a quienes están a nuestro alrededor.
El enojo aparece en todas las facetas de la vida humana y contamina incluso las más amorosas relaciones. Es una buena señal de que necesitamos algo cuya ausencia nos hiere. Es, también, una energía poderosa que, debidamente integrada, puede convertirse en una herramienta al servicio del crecimiento personal.
Me cuesta mucho, sin embargo, entender el odio. Eso no significa que me considere mejor persona que el resto, sino que, probablemente, no me he visto en situación. El odio me parece que requiere de una dedicación, de un cultivo deliberado que va más allá del estallido furioso de la cólera.
Con lo que han evolucionado el conocimiento, la ciencia y la tecnología, nuestro repertorio emocional sigue siendo muy primitivo. La inteligencia no ha avanzado a la par que la bondad. Recuerdo una entrevista con la sabia neurocientífica Rita Levi Montalcini, en la que sostenía que los humanos vivimos dominados por impulsos de muy bajo nivel, como hace 50.000 años. Aunque nos llamamos racionales, nos gobiernan las emociones y, especialmente, las agresivas. Ante cualquier amenaza, real o imaginada, la parte más antigua de nuestro cerebro toma el control y huye o ataca.
Nos queda el consuelo de que nuestras estructuras reflexivas pueden ir haciéndose más presentes. Eso va a requerir de mucha paciencia, de mucho trabajo personal y social, especialmente educativo… y de una lúcida esperanza.
Mientras tanto, nos queda llorar por las víctimas y tener cuidado.