Puede que durante la semana, entre el asunto de Gibraltar, la penúltima astracanada de Trump y los siempre aparatosos Presupuestos Generales del Estado les haya pasado desapercibida esta noticia. Es normal, quizás haya demasiado ruido. Y sin embargo se trata de uno de los hechos más relevantes de la vida reciente de este país, un auténtico game changer, como dicen en Estados Unidos. Hablo del desarme de ETA. Hablo del fin -ahora sí- del terror.
Para mí, que me crie durante los ochenta y los noventa, los asesinatos de ETA fueron la banda sonora de mi preadolescencia mientras crecía cruzando aquellos años de plomo. Aunque no tenía edad suficiente para captar todos los detalles, si que recuerdo el dolor, el espeso manto gris del miedo y sobre todo la coraza social que se iba creando para protegerse de aquel veneno de destilación lenta.
También recuerdo a mi padre, alcalde por entonces de un pequeño ayuntamiento rural, mirando los bajos de su coche algunas mañanas, después de un discreto recado de la policía. Recuerdo el punto de inflexión del asesinato de Miguel Ángel Blanco, cuando ETA cruzó un Rubicón que resultó ser demasiado ancho para la banda y se ahogó socialmente en el intento. Recuerdo, en fin, todos los golpes policiales que finalmente acabaron con lo que un día fue una de las bandas terroristas más poderosas de Europa y la transformó en una tropa deshilachada y mal armada, que invertía más tiempo en huir que en matar y aún así, seguía siendo peligrosa.
Esta noticia llega demasiado tarde y quizás por eso ya no es noticia. ETA fue aplastada, social y policialmente, hace mucho tiempo. Su derrota ha sido estruendosa en todos los frentes: ni han conseguido sus objetivos políticos, ni la amnistía de sus presos y ni siquiera un lugar en la historia. A diferencia de sus sanguinarios primos irlandeses del IRA, que supieron bajarse del carrusel a tiempo y por ello encontraron su sitio y el camino de la reconciliación, ETA se ha podrido en el árbol, demasiado enfrascada en sacudirlo para que otros cogieran los frutos.
Ahora llega el final, amargo y a destiempo, cuando ya no es noticia para nadie. La banda, que no mata desde la tregua que decretaron hace años (y que en gran medida fue obligada porque cada vez le resultaba más complicado actuar, dada la efectiva acción policial) se rinde, de la misma manera que lo hizo Hiro Onoda, aquel teniente del Ejército Imperial japonés que entregó las armas en 1974 sin saber que la guerra había acabado treinta años antes.
Como el japonés, los miembros de ETA llegan tarde a la historia. Solo el tiempo y el perdón de las víctimas, si es que se atreven a pedírselo, podrán absolverlos.