Hay politólogos que despachan en cinco minutos cinco siglos de capitalismo. Para ello, añaden nuevos adjetivos al nombre. Asimilan capitalismo distributivo a socialismo colaborativo. A este paso, habrá que reforzar los conceptos, denominándolos capitalismo capitalista y socialismo socialista, para evitar grietas ideológicas. Asimilan capitalismo distributivo a capitalismo empático. A este paso, habrá que asumir que existe incluso un capitalismo simpático. Consideran arcaicas las ideologías decimonónicas, porque parten de la naturaleza malvada del hombre, cuando el hombre actual es, en esencia, bueno; indignado, pero bueno. Dialéctica al margen, si no son buenos tiempos para la lírica o la épica, menos aún para la futurología.
Predecir el fin del capitalismo es tan iluso como predecir el fin del mundo. Vincular la globalización del sistema capitalista con la expansión de las nuevas tecnologías es una evidencia. Vincular la supuesta capitalipsis con la actual crisis económica es una elucubración. Los capitalistas continúan acumulando capital por los métodos tradicionales, más otros que les ha facilitado la tercera revolución industrial. Los Estados también compiten entre sí por la acumulación de capital. Ahora bien, los capitalistas se hacen más fuertes frente a los Estados. A la par, unos cuantos capitalistas muy ricos se hacen cada vez más ricos frente a muchos pobres cada vez más pobres. La producción de bienes crece, la brecha entre ricos y pobres también. El éxito del capitalismo, a la hora de incrementar la producción material, es obvio. El fracaso del capitalismo, a la hora de reducir la desigualdad, también, aunque este era un objetivo solo nominal. Aumenta la producción, disminuye la justificación. Aumenta la desigualdad, disminuye la democracia, pero no caemos en la cuenta de que nos vacían la democracia hasta que nos vacían las arcas públicas.
Fukuyama, en El fin de la historia y el último hombre (1992), certificaba el final de las ideologías. Ya no eran necesarias; bastaba con la economía. Fukuyama no explicaba el fin del capitalismo; todo lo contrario, explicaba el fin del comunismo. El predominio del liberalismo, hasta el punto de convertirse en pensamiento único, habría de conducir, paradójicamente, a una sociedad con menos diferencias de clase. Un cuarto de siglo después, se puede ratificar, con matices, el fin del comunismo, pero no la merma de las desigualdades, ni el fin de las ideologías.
Las ideologías han de adaptarse a los tiempos, sin necesidad de renunciar a los principios. No obstante, en la derecha hay líderes que, si tienen que renunciar a los principios, renuncian, disimulan e intentan convencer a los ciudadanos de que lo hacen por el interés general, aunque lo hagan por intereses particulares. En la izquierda hay líderes que, más que aferrarse a los principios, se aferran a estrategias desfasadas. Avalados por afines y agradecidos, continúan difundiendo discursos nostálgicos sobre turnos en el poder, cuando la lógica del bipartidismo ha caducado. Obsesionados por encandilar a la militancia, continúan asignándose la hegemonía de la izquierda, cuando en la izquierda ya no hay partido hegemónico. Encerrados en la cárcel dorada del aparato, continúan presentándose como única alternativa a la derecha, cuando los ciudadanos quieren que se configure una izquierda plural, capaz de gobernar. No es que tengan un problema con el pasado, es que no han comprendido que el problema de nuestro tiempo es otro. Como dice Paul Valéry: «El problema de nuestro tiempo es que el futuro ya no es lo que era».