El señor de las moscas

Jaime gonzález-ocaña EN VIVO

OPINIÓN

12 may 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

En el centro en el que enseño es lectura obligatoria para los alumnos de tercero de secundaria El señor de las moscas, de William Golding. En el último mes del bachillerato, justo antes de que se gradúen, todos los estudiantes tienen que escribir un ensayo de diez páginas comparando cualquier aspecto de dos o más obras literarias leídas durante sus años de instituto. Todo docente (ya seas profesor de Física o de Francés) está obligado a leer una selección de al menos unos doce ensayos. Si uno de estos no pasa el tamiz de esas lecturas, al estudiante no se le da el aprobado en la clase de Lengua.

Cada año, los profesores nos sorprendemos del altísimo número de varones que eligen escribir sobre la novela de Golding, cuatro años después de haberla leído. No cabe duda, por un lado, que es rica en simbolismo; y, por otro, que cualquier niño (varón, me refiero) puede conectar elementos de la trama y la temática con las experiencias vividas durante su infancia: desde el caos hilarante que se adueña a veces del colectivo a los momentos de pánico irracional, o extrema crueldad, de los que son capaces los niños.

Sin ser un experto, uno se da cuenta de que El señor de las moscas es mucho más que la historia de lo que le pasa a ese grupo de chavales perdidos en una isla desierta. Es una alegoría del funcionamiento de toda sociedad; en particular, de aquellas levantadas sobre principios políticos. «El tema de la novela es un intento de conectar los defectos de toda sociedad con los defectos de la naturaleza humana», escribió Golding en un breve comentario a la publicación de la novela, en 1954. Y continuó: «La moraleja es que la estructura de una sociedad debe formarse sobre la naturaleza ética de sus individuos y no en un sistema político dado, aunque sea este en apariencia respetable y lógico».

Estaba discutiendo un ensayo con uno de mis alumnos el otro día y nos vinieron a la cabeza conexiones entre El señor de las moscas y el aparente estado de fragilidad de nuestras democracias occidentales, y de los EE.UU. de Trump en particular. Sin excusar los errores y defectos de Trump, me parece importante lo que Golding nos recuerda: que es la calidad ética del individuo, del ciudadano (es decir: de todos nosotros) lo que salvaguarda la existencia misma de la convivencia -la supervivencia de nuestras democracias-.

Pero también otro aspecto. Hacia la mitad de la novela, en la dramática asamblea nocturna del capítulo 5, el frágil mundo de orden y organización creado por Ralph se cae a cachos. Ralph está dispuesto a dejar el mando ante el empuje del violento e irracional Jack. «¡Estás rompiendo nuestras reglas!», le grita Ralph. «¿Y qué importa?», le responde Jack. «¡Que las reglas son lo único que tenemos!».

Es exactamente lo mismo que parece estar gritándole la oposición a la presidencia de Trump estos días: «¡La ley! ¡Somos un país de leyes!». Como Ralph, sienten que es la única protección que les queda ante el empuje del abuso de poder de este presidente.