Mi primer recuerdo del Valle de los Caídos se remonta a cuando tenía unos siete u ocho años. El colegio donde estudiaba había organizado una excursión a Madrid y una de las paradas previstas era para visitar el mausoleo de Cuelgamuros. No sé en qué estarían pensado los padres misioneros del Sagrado Corazón cuando nos llevaron allí, pero maldita la gracia que tenía aquel lugar húmedo, gris y frío para críos de nuestra edad, pudiendo pasar el tiempo en el zoo o el parque de atracciones. Y sin embargo, allí estábamos, entre nostálgicos del régimen con la camisa azul, visitantes despistados y alguna que otra excursión desangelada como la nuestra.
Mi amigo Alberto Cerviño y yo habíamos apostado, con la insolencia infantil que todo lo cree posible, que caminaríamos sobre la tumba de Franco en un despiste de los profesores. Por supuesto no llegamos a hacerlo, aunque sí nos atrevimos a apoyar nuestras suelas en el borde de la lápida y salir de allí a la carrera, con el corazón en la boca y la sensación eufórica de ser los vengadores de todos los oprimidos por el dictador.
Mi siguiente recuerdo es de muchos años después, ya adolescente, cuando conocí a don Silverio. Borolla, como le llamaban sus cercanos, era un viejo militante socialista de rostro arrugado, manos duras y nudosas y un océano de recuerdos en su cabeza. Los azares de la Guerra Civil le llevaron desde el frente del Ebro a una prisión franquista y de allí, por un extraña carambola en la que pesaba mucho su carné de militante, acabó formando parte de las brigadas de mano de obra esclava que construyeron el panteón.
Silverio Borolla hablaba de aquella época con voz pausada pero triste. Recordaba las jornadas interminables de trabajo forzado, las muertes por tifus y malnutrición de otros presos que, como él, solo habían cometido el delito de tener la ideología equivocada y sobre todo de la sensación permanente de terror. De que sería fácil acabar haciendo compañía a los muertos que enterraban en los inmensos osarios del Valle, a poco que se despistase. Silverio tuvo suerte y volvió a Galicia al cabo de unos años, con la salud quebrada y pesando algo menos de cincuenta kilos, pero vivo, al fin y al cabo.
Leo estos días que el Valle de los Caídos, que lleva desmoronándose desde hace décadas, ya medio sumergido en el olvido colectivo, vuelve a ser noticia. Al parecer, hay planes de exhumar a Franco y como siempre, surge el revuelo de costumbre. No me pregunten si la decisión es correcta o no -ustedes ya tienen su propia opinión, supongo-, pero de lo que estoy seguro es de que hoy en día pocos niños de ocho años sabrían decir quién era Franco y de que don Silverio, allá donde esté, retuerce sus manos nudosas en un gesto de satisfacción.
Porque la auténtica justicia poética, aunque llegue tarde, siempre sabe a gloria. Y que descansen en paz los muertos.