Si yo tuviera la valentía de Luisgé Martín, el autor de la soberbia autobiografía sentimental El amor del revés (Anagrama), que cuenta la historia de su homosexualidad, podría escribir también una historia terrible, y también feliz, de amor y sexo mayoritariamente heterosexual. Y esa historia sería terrible porque, centrándome solo en mi adolescencia, durante cinco años y seis meses, de mis doce a mis diecisiete años, me eduqué -con grave deterioro cognitivo de mi alma- en el más feroz autodesprecio cristiano, que conllevaba el odio al orgullo, considerado como uno de los siete pecados capitales del hombre.
Y, aunque aquella época de salvaje represión sentimental y sexual traté, algunos años después, de contrarrestarla con la ferviente lectura del marqués de Sade, un delincuente sexual, pero que a mí me ayudó mucho a equilibrar mi maltrecho cerebro, incluso hoy, tras algunas décadas de liberación mental, la palabra orgullo -y no digamos la expresión orgullo LGTBQI- me cuesta un poco pronunciarla.
Mi fuerte, claro, es la humildad, una virtud que comparto con mi colega en santidad Teresa de Ávila, quien, con extrema frecuencia, escribe en sus espléndidos y masoquistas libros la frase «en mi ruin vida», precedente obvio de expresiones más actuales y groseras.
La fiesta del Orgullo Mundial celebrada este fin de semana en Madrid nos ha recordado que todos debemos luchar por la tolerancia de todas las tendencias sexuales.
El amor del revés de Luisgé Martín es la historia de una liberación homosexual contada con tanta verdad como inmensa calidad literaria.