Rajoy se convertirá hoy en el primer presidente del Gobierno en ejercicio en comparecer ante un tribunal. Lo hará como testigo, conviene recordarlo. No es investigado ni sospechoso penalmente de nada. Pero que no pese sobre él ninguna acusación no significa que su paso por la Audiencia Nacional sea políticamente intrascendente. La excepcionalidad de la comparecencia es un fiel reflejo de su extraordinaria importancia. Casi seis años después de su llegada a la Moncloa, la sombra de la corrupción sigue acechando a Rajoy, hipotecando su presidencia y lastrando la vida política del país, necesitado de una regeneración que no llega. Y ver al presidente testificando ante los tribunales no ayuda precisamente a pasar página. No porque el caso Gürtel le pueda salpicar penalmente, que a estas alturas queda claro que no, sino por el desgaste que para las instituciones democráticas supone el interminable rosario de casos de corrupción.
En condiciones normales, cabría esperar que el Gobierno encabezara la regeneración de las instituciones. Pero en la práctica está ocurriendo justo lo contrario. Las culpas del pasado han hecho del PP el principal obstáculo para una limpieza que España necesita como el respirar. Que la corrupción fue un tumor que se metastatizó por todo el tejido del PP y alcanzó a notables dirigentes del partido es algo que hoy está fuera de toda duda. Y que la responsabilidad penal no le alcance a Rajoy no significa que no la tenga política. Por lo que pasó y por lo que debería pasar ahora. Por el cargo que ocupaba en el PP cuando sucedieron los hechos que se juzgan y por sus responsabilidades como encargado de las campañas electorales del partido, Rajoy no es un testigo más, es el testigo. Y como actual presidente del Gobierno, su testimonio debe servir para arrojar luz sobre lo que sucedió, no para seguir tapándolo. No está en juego su futuro penal, pero sí su credibilidad. Y con ello su futuro político.