Trabajando en la revisión de un ensayo que, con el título El despilfarro de las naciones, este otoño publicaré en la editorial Clave Intelectual, me interpelan en mi entorno sobre los crímenes de Barcelona. Permítaseme adelantar aquí, sobre tales desmanes, algunos breves párrafos de sus conclusiones. Transcribo.
No todas las opciones religiosas incluyentes podrán ser respetadas si el objetivo es proteger que no se humille a las personas. Porque hay confesiones que excluyen a determinadas personas -por ejemplo, a las mujeres- de una participación igualitaria en sus ritos. Aquí la legitimidad de tales grupos en nuestras sociedades debiera depender de que tratasen a todos sus miembros de manera no humillante. Trato no humillante también cuando se ejercite dentro de ellos la crítica o cuando se quiera dejar de pertenecer a los mismos.
Sectas, censores, excomulgados o inquisidores no conjugan en absoluto con las premisas anteriores. Porque si tales personajes, de descarada y provocadora actitud antirracional, pasasen de ser anecdóticos a dominantes, presenciaríamos un preocupante renacer de un nuevo medioevo.
Claro que Calvino, en el año 1550, pregonaba -a quien quisiera oírlo- que exterminar a los herejes era un deber sagrado; y es así que, tanto antes como después, como escribió Stefan Zweig, «en nombre de las distintas iglesias y sectas que se consideran las únicas verdaderas, miles y miles de hombres indefensos fueron vejados, quemados, decapitados, estrangulados o ahogados en el patíbulo». Hoy Voltaire no debiera seguir teniendo razón al decir que «los tigres solo se matan entre ellos para comer, mientras que nosotros nos exterminamos por unos párrafos». Pero la sigue teniendo.
También existen sectas que cercenan el espacio para la escultura, la música o la pintura; sectas obsesionadas por el problema de la virginidad prenupcial o de la fidelidad ulterior, que son incapaces de soportar la existencia del otro como un otro distinto.
En paralelo a esto, nuestras sociedades debieran ser juzgadas no solo por el modo en que sus instituciones tratan a sus ciudadanos en la metrópoli, sino también por como tratan a sus súbditos en los territorios que denominábamos Sur global.
Para evitar descubrirnos viviendo en una fosa de abundancia cercada con alambre de espino, para evitar en todas partes miedo: miedo a morir demasiado pronto, miedo a sufrir, miedo al paro, al divorcio, al abandono, al terrorismo, al sida, a los jóvenes alborotadores, a los extranjeros pobres, a los accidentes de coche, al cambio climático, a las sequías, a las hambrunas.
Inseguridades de un nuevo medioevo continuamente amplificadas e inoculadas en todas las pantallas del mundo.