Cataluña, España, Europa

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

CHRISTIAN HARTMANN | Reuters

14 sep 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando los historiadores del futuro analicen los orígenes y causas de la rebelión nacionalista en Cataluña, el portazo del Reino Unido al club europeo o el frustrado intento de Grecia de romper con el euro, enumerarán diversos factores, históricos y coyunturales, que alimentaron las fuerzas disolventes que recorren Europa. Pero en todos los casos, estoy seguro, destacarán un factor común y decisivo: la crisis económica y la manera de afrontarla. La Gran Recesión y las políticas aplicadas desde Bruselas para hacerle frente.

Ante la primera gran crisis del capitalismo global, cundió el pánico y quien más o quien menos huyó a refugiarse bajo su caparazón. Se contrajo el comercio y medró el proteccionismo. Los procesos de integración experimentaron un brusco frenazo. En la casa común europea se colgó el letrero con el lema «¡Sálvese quien pueda!». El trozo de soberanía cedido por los países del euro lo utilizaron los acreedores para imponer sus recetas. Europa se fracturó. Norte y Sur, Este y Oeste. Alemania te obligaba a una dieta estricta, pero el subsidio de desempleo o el saneamiento de la banca corría de tu cuenta. Creció el euroescepticismo y se desataron fuerzas centrífugas. Muchos pensaron entonces que mejor les iría solos que mal acompañados. Muchos catalanes, mejor sin el Estado que supuestamente les roba. Muchos británicos, mejor sin el corsé de la UE. Muchos griegos, mejor con el dracma de sus padres que con el drama del euro.

Creo que yerran el tiro. Por más convaleciente que anda mi europeísmo, estoy convencido de que fuera -fuera de España, fuera de la UE, fuera del euro- hace bastante más frío que dentro. Cierto que tampoco me gusta el galpón a medio construir que nos ofrecen. A lo mejor hay que refundar Europa, corregir su pronunciada cojera democrática, reconvertirla en la Europa de los pueblos y no de los Estados. No soy partidario de descuartizar los Estados, pero sí de disolverlos paulatinamente, con progresivas cesiones de soberanía, hasta la Unión Económica y Política. El viejo sueño de los fundadores que en estos tiempos menesterosos, mientras arrecian los vientos disgregadores, suena a utopía irrealizable.

En tales coordenadas inscribo el discurso pronunciado ayer por el presidente de la Comisión Europea. Advierto que Jean-Claude Juncker dista de ser santo de mi devoción, pero me agradó que hablase de integración mientras que en España solo se habla de separación. Que hablase de alistar a todos los países comunitarios en el euro, de ampliar el espacio Schengen, de culminar de una vez la unión bancaria, de crear un Fondo Monetario Europeo, de establecer un presupuesto común para los países de la eurozona. Discurso «falto de emoción», escribió algún cronista. ¿Y qué esperaba? En el terreno devastado de la Gran Recesión, con millones de damnificados en la cuneta y todos rehenes del escepticismo, ¿quién es capaz de suscitar entusiasmo? ¿Qué emoción despertaba en 1945 el corresponsable de las bombas que, desde los cascotes de un Berlín en ruinas, hablaba de reconstrucción?