Lo que define a Cataluña desde el punto de vista de su identidad nacional es la pluralidad. Hay allí, en proporciones que han ido variando con el tiempo, quienes se sienten solo catalanes, solo españoles, tan catalanes como españoles, más lo primero que lo segundo y viceversa. Y ello tras años y años de fuerte manipulación política e ideológica de los nacionalistas, quienes no han logrado extirpar la pluralidad de Cataluña pese a haberlo intentado con todos los medios que el poder autonómico ponía a su disposición.
La inmensa descentralización de la que ha disfrutado Cataluña en las cuatro últimas décadas, muy superior a las de muchas regiones en Estados federales de larga tradición, debería haber servido, precisamente, para combinar de un modo armónico sentimientos diferentes de pertenencia territorial, de modo que, más allá de su diversidad, hubiera prevalecido la condición de ciudadano que atribuye a todos los catalanes la Constitución.
Las cosas han sucedido en Cataluña, sin embargo, y por desgracia, de otro modo, con las terribles consecuencias -la sedición secesionista- que hoy están bien a la vista. Los nacionalistas han utilizado de una forma escandalosa las instituciones autonómicas para dedicarse obsesivamente a lo que ellos mismos denominaban «fer país», eufemismo que encubría, en realidad, una política sectaria contra todo lo que oliera a España y a español.
Por eso, los catalanes deberían saber lo que les espera tras la culminación en las últimas semanas de ese sectarismo hasta superar lo patológico. La conversión de una manifestación antiterrorista en una algarada secesionista, la vulneración en el Parlament de todas las reglas democráticas, el desprecio a la oposición no secesionista, la burla a las leyes y, en fin, la utilización autoritaria de los resortes del poder, dan una pista espeluznante de lo que están dispuestos a hacer los secesionistas en la fase histórica que, si llegase a triunfar la independencia, se abriría en Cataluña: la de culminar la llamada construcción nacional, es decir, y hablando claro, la de acabar por la fuerza y sin el miramiento más elemental con los restos de todo lo español (lengua, cultura y sentimientos) que ha resistido el embate sin tregua del nacionalismo. Solo hay que pensar en la ideología y los métodos de la CUP para saber qué llegaría tras la catástrofe de una eventual independencia.
Montesquieu definió hace tres siglos al federalismo como «une société de sociétés»: una sociedad donde conviven varias sociedades diferentes bajo el principio de igualdad. El nacionalismo catalán, todo él echado al monte, aspira a otra cosa: a extirpar el denso componente español de la sociedad catalana, lo que se traduciría -que a nadie le quepa duda alguna- en una sistemática violación de los derechos de todos los catalanes que no compartan el delirio autoritario de los secesionistas.