Un viaje a Palencia, para ver arte románico, se puede organizar, por ejemplo, sobre estas dos alternativas: viajar solo y en moto, sin más equipaje que el móvil; o juntar dos familias de 7 y 5 miembros, llevar tiendas y pucheros, y alquilar un microbús con chófer. En el momento de programar el viaje las dos opciones son razonables y libres. Pero, cuando la excursión se encuentra ya por Villalón de Campos, no tiene sentido que una de las familias decida apearse y hacer el viaje por su cuenta.
Porque lo que al principio eran opciones totalmente libres y personales, constituye después un espacio estratégico común, cuya ruptura unilateral o forzadamente pactada causa enormes y no deseados perjuicios a las familias implicadas.
Con esta parábola resulta fácil entender lo que, en enormes y complejas dimensiones, quiere hacer Puigdemont: apearse donde le da la gana y sin invocar ni a Dios ni al diablo, y provocar un grave desastre para él -aunque la sarna con gusto parece que no pica-, y para los que íbamos con él, que tendremos que pagar los costes y enfados de una decisión tan atrabiliaria.
Puigdemont sabe que es así, y por eso quiere crear un nuevo Estado muy seguro, sin derecho de secesión, centralizado y que le permita mantener el mercado español a través de la Unión Europea. Porque ningún secesionista quiere un Estado tan débil e infantil como el que él mismo fragmentó. El mundo es así, y no siempre trae causa de Isabel y Fernando. Aunque España no lleva más que 31 años en la UE, es evidente que el brexit, en este caso legal, implica para nosotros, y para los demás europeos, un grave perjuicio.
También es catastrófico para el Reino Unido, cuyos políticos se fijan ahora en mantener abiertas las puertas que le interesan, como hace Puigdemont, para cerrar solo las que dan paso a los flujos solidarios.
Formulemos ahora otra hipótesis: que, dentro de cien años, cuando la UE cumpla siglo y medio de vida y de estrategia común, y ya esté constitucionalmente consolidada, una Angela Merkel mulata -se dice que los arios puros se extinguen hacia 2107-, que acaba de ganar las elecciones con mayoría absoluta, rompe unilateralmente con la UE, y colapsa de las estrategias inversoras y estructurales de todos sus vecinos. La catástrofe continental sería apocalíptica.
Y todo nos hace pensar que, aunque invocase la legitimidad carolingia, y un concepto de soberanía anterior a la Paz de Westfalia, provocaría la inexorable resurrección de la Europa de siempre, minifundista y cainita, que, en vez de relegar esta carallada -o canallada, que es más fino- a las tertulias mediáticas, entendería dicha ruptura como un casus belli radical e innegociable.
Y, por si alguien no lo ve, o no lo cree, conviene recordar que algo muy parecido a esto, sin más variantes que los esquemas jurídicos de antaño, sucedió dos veces en el siglo pasado.