Lo peor que le podía suceder a España era que Puigdemont no se atreviese a proclamar la República Catalana y dar públicamente la orden de iniciar la desconexión; y que Rajoy aprovechase esa desgraciada tibieza para no suspender la autonomía, para dejar que la situación se siga pudriendo ante el estupor de los ciudadanos, y para dar a entender que, si se limitan a incumplir la ley, chulear a los tribunales, decir que España nos roba y preparar un nuevo procés, pero no dicen palabrotas y blasfemias -como unilateral, soberanía o independencia- esta España, desconocida, se mantendrá agazapada en la inoperancia, será comprensiva con los crímenes ya cometidos, y encargará a Sabina una letra para el himno nacional que tenga como estribillo «Aquí no pasa nada y pelillos a la mar».
Reafirmándome una vez más en que nada nos puede pasar que sea peor que lo que está pasando; en que el Gobierno debía haber cortado este dramático asalto hace más de seis meses, y en que es del género idiota aplazar una operación inexorable, tenía yo la esperanza de que Puigdemont, en un alarde de heroísmo y claridad que lo hiciese entrar al mismo tiempo en la historia y a la cárcel, nos mandase a paseo a los españoles, nombrase a Trapero capitán general de sus ejércitos, estableciese el derecho de expansión de Cataluña sobre los Países Catalanes y el Reino de Aragón, y forzase a Rajoy a decretar ipso facto el estado de alarma, iniciar el proceso de indefinida suspensión de la autonomía catalana, y, tras enviar un destacamento de la Guardia Civil a detener a «esos cuatros señores a los que usted se refiere», abrir el lentísimo proceso de normalización de Cataluña.
También esperaba que Sánchez se sintiese -por fin- insultado, ninguneado y ridículo, y que, abandonando su postura de perfil, iniciase los pactos para una reforma de la Constitución -me da igual que lo haga en estilo unitario, federal, confederal o austrohúngaro-, para dejar claro que este país no volverá a estar en almoneda, que el que quiera quemarlo se achicharrará en él, y que jamás podrá repetirse este bochorno que nos humilla de forma insoportable.
Pero no tuve esa suerte. Y lo que nos queda ahora, a España entera, es que, en vez de morir de un infarto, vamos a morir de lepra, cólera, peste y depresión, ¡todo junto! Lo peor que podía pasar -entrar en tierra de nadie, embarrada y purulenta- ya pasó ayer. Y hoy, cuando ya no podemos esperar nada de la inteligencia y el sentido común, me temo que tampoco cabe esperar que alguien aplique con eficacia la defensa de la Constitución. Pero no nos engañemos, porque lo que buscaba Puigdemont -y lo que de hecho consiguió- era demostrar que España se está macerando en el conflicto catalán, y que con tiempo, y con el apoyo de los buenistas y los posmodernos, España entera acabará pidiendo que se vayan de una vez.