Cuando la política se convierte en un cóctel explosivo de emocionalidad, sentimentalismo, supremacismo, victimismo, tergiversación y mentiras, muchas mentiras, el desastre está servido. Esto es lo que llevan haciendo en Cataluña los dirigentes independentistas desde hace mucho tiempo y ahora han llevado al paroxismo. Tal es su cinismo que son capaces de denunciar la aplicación del artículo 155 porque es inconstitucional, los mismos que han hecho saltar por los aires la Constitución. O de culpar al Gobierno de cargarse el Estatuto de autonomía cuando fueron ellos los que lo dinamitaron en las infaustas jornadas del 6 y el 7 de septiembre en el Parlamento catalán. Los golpistas denuncian un golpe de Estado. Hablan en nombre de «un solo pueblo» cuando los votaron el 47,8 % de los catalanes y, además, han sido los responsables de fracturarlo en dos. Se presentan como víctimas cuando han sido ellos quienes han provocado el caos. Instauraron en la sociedad el lema «queremos votar» y ahora se resisten a poner urnas de verdad para que se expresen los ciudadanos. Denuncian que se han cargado el Parlamento aquellos que lo han cerrado a cal y canto desde hace seis semanas. Proclaman el diálogo cuando solo quieren negociar los términos de la secesión. Engañan sin escrúpulos a la población diciendo que la fuga masiva de empresas no tiene importancia o, en todo caso, es culpa de la represión del Estado. Confunden a propósito la democracia con la ley de la calle. Comparan maliciosamente una democracia occidental como España con el franquismo e incluso con Yugoslavia o la URSS. Y ahora quieren presentar la DUI como una reacción al 155 cuando estaba en su hoja de ruta desde hace meses.