Puigdemont no sabía que «si tus palabras no valen más que tu silencio, debes quedarte callado». Y, puesto en la tarea de pasar del estrellato al ocaso, no pudo resistirse a convertir una escalera de Girona en un pálido remedo de aquel poderoso atril que le ponía el Estado en el Palau de Sant Jaume, desde el que asombraba al mundo con sus obcecadas bravatas. Aun así, pudo ahorrarse el bochorno de pegar su culo al sillón, y limitarse a recitar los versos de Rodrigo Caro: «Solo quedan memorias funerales / donde erraron ya sombras de alto ejemplo, / este llano fue plaza, allí fue templo; / de todo apenas quedan las señales».
Puigdemont está noqueado porque, habiéndose creído el centro del mundo, no pudo imaginar que una ráfaga del BOE le iba a dejar, en menos de tres horas, sin despacho, atril, honores, mossos, parlamento, sueldo, consellers, embajadas, asesores, agitadores, televisión y diario oficial. Y así, pensó, no hay Lenin que se revuelva, porque «solo quedan -como en Itálica- memorias funerales».
Y todo esto le pasó porque, tras subir en ascensor desde una alcaldía provinciana a la presidencia de una república 2.0, nunca creyó que el Estado iba a despertar, ni que Rajoy se iba a atrever, ni que los límites legales son infranqueables, ni que las empresas iban a emigrar, ni que el PSOE iba a pactar, ni que a la gente no le gusta inmolarse por líderes atrabiliarios.
La Cataluña republicana era un príncipe azul que, sin pasar por el enojoso trámite de besar el sapo para romper el sortilegio, iba a meterse en todas las camas.
Y por eso está experimentando hoy muchas cosas que no sabía. Hace seis meses aún había cientos de constitucionalistas que dudaban de la aplicabilidad del 155; que creían que la soberanía catalana era real y eterna frente a un Estado efímero y fracasado; y que, si el Estado borbónico quería parar la historia, tendría que recurrir -¡sin permiso de Merkel!- a un batallón acorazado que los jóvenes independentistas frenarían en la Diagonal -¡con uniforme de Armani!- al estilo Tiananmen.
Muchos analistas le habían dicho que el 155 sería una fábrica de independentistas; que el pueblo enardecido es motor de la historia; y que España, puesta en la disyuntiva de usar el 155 o dejarse aplastar, se humillaría ante el Nou Estat y pagaría la factura del procés.
Aquellos asesores -catedráticos, jueces y estrategas celebrados- nunca creyeron que los carros de combate podían ser sustituidos por una página del BOE.
Y por eso ni siquiera se atrevieron a arriar la bandera española de Sant Jaume.
Y esa es la lección que todos tenemos que aprender: que entre los genes del Estado no figura el de dejarse abatir; y que la autonomía solo es intocable si la protege el Estado. Porque si va contra el Estado, todas sus glorias y bravatas quedan resumidas en la película Lo que el BOE se llevó.