Lloraban los diputados de ERC a las puertas de la Audiencia Nacional. Costaba asimilar el rostro compungido del tantas veces altivo Gabriel Rufián. Tanto como cuesta asimilar la cruda realidad generada por los independentistas, que ahora sufren en carne propia el dolor que su desafío ha generado. Allá donde antes había arrogancia y provocación, ahora queda la desesperación de la derrota. Porque si siempre duele ver a alguien entrar en prisión, que no es sino el final de una historia de fracaso, más triste es aún que quien vaya a la cárcel sea quien ha sido elegido para defender a los ciudadanos, porque entonces el fracaso es colectivo. El de quienes engañaron y el de quienes se dejaron engañar. Pierden la libertad aquellos que intentaron arrebatársela a otros, aquellos que intentaron someter y silenciar a como mínimo la mitad de los ciudadanos. Van a prisión aquellos que se creyeron facultados para ignorar la ley, pisotear los derechos de quienes no piensan como ellos e intentaron imponer a la fuerza su propia realidad.
Y no, no son presos políticos ni están en la cárcel por ser opositores, sino por golpistas. No es cierto que estén en prisión por sus ideas, sino por apropiarse del poder que le han delegado los ciudadanos para imponer su voluntad a todos contra el deseo de la mayoría. Eso no es política ni democráticamente aceptable. La sociedad tiene la obligación de defenderse de quienes intentan arrebatarle su capacidad efectiva de decidir su futuro, ya sea mediante la fuerza o mediante el engaño y la tergiversación. Quienes ayer fueron a prisión, como quienes se esconden de la Justicia, sabían lo que hacían y a qué se exponían. No pueden pretender robarnos y quedar impunes.
Las lágrimas ante la Audiencia Nacional son las lágrimas de todos los catalanes, de todos los españoles abocados a una situación que creíamos olvidada en los libros de historia. Las lágrimas de unos ciudadanos que no se merecen el dolor generado por unos iluminados que con sus delirios solo han provocado frustración. Las lágrimas de unos ciudadanos que no necesitan mártires, sino políticos que mejoren sus condiciones de vida. La democracia lo ampara todo menos intentar acabar con ella. Porque si no se defiende de quienes quieren abusar de ella, la democracia se muere.