Cada día se escriben miles de artículos sobre el uso político de la posverdad y la mentira. Y siempre se concluye que los hackers, patrocinados por Putin o Maduro, encierran tanto peligro para la democracia y el orden mundial como la carrera de armamentos. Pero yo no lo creo así, y por eso no he escrito nada alarmista, en esta perspectiva, sobre la elección de Trump o la secesión de Cataluña.
Para apartarme de tan aborregada preocupación, he formulado una definición de mentira en la que, al clásico concepto de «decir algo en contra de la objetiva realidad de los hechos», le añadí este apéndice: «siempre que el receptor no tenga medios sobrados para establecer la verdad». Decirle a una chica que es la mujer más hermosa del mundo, o contarle a un profesor que su última publicación marca un antes y un después en su asignatura, no son mentiras, porque ellos saben exactamente a dónde queremos ir. Y prometer en un mitin bajar los impuestos y aumentar las inversiones tampoco es mentira, porque todos los ciudadanos ven en ello una frase ritual, o una matraca, que nada significa. Pero si un estudiante se pasa la tarde jugando al póker, y le dice a su madre que viene de la biblioteca, es mentira, porque la pobre mamá carece de elementos inmediatos para saber la verdad.
El problema de la posverdad y la mentira política, no está en que alguien las difunda, sino en que haya millones de ciudadanos que, sabiendo que son patrañas, siguen dispuestos a valerse de ellas para obtener un resultado -desgastar al Gobierno, o debilitar el sistema- que ya tenían asumido. Por eso Putin puede favorecer el mal como romper un país, difamar a una candidata, o aupar a los ucranianos prorrusos porque millones de ciudadanos ya estaban embarcados en ese objetivo. Pero no puede hacer el bien -terminar una guerra, erradicar la violencia de género o reducir la comida basura- porque, aunque manipulase todos los medios del mundo, y emitiese cien billones de mensajes en esa dirección, nadie le haría caso, ni dejaría de comprar una botella de ginebra.
Cuando Rufián inunda nuestro sistema mediático con sus habituales payasadas, nadie cree que es un genio. Pero hay millones de personas -a uno y otro lado de la página del periódico- que piensan que sus chorradas desgastan a Mariano Rajoy, o reblandecen el sistema, o satisfacen al cliente morboso, y que el hecho de aplaudirle favorece, sin necesidad de argumentos, unos objetivos previamente asumidos. El problema de la posverdad no lo crean sus difusores, sino la enorme caterva de sus voluntarios receptores. Y por eso les aconsejo que en vez de mirar para Putin o Maduro, y preguntarse qué quieren, miren solo hacia nosotros mismos, para preguntarse a dónde queremos ir. Porque, al menos en España, el problema de la posverdad y sus mentiras lo llevamos puesto de casa. Como los zapatos y el paraguas.