Cataluña no se entendería sin Andalucía. Buena parte de lo que es se lo debe a los flujos migratorios que a lo largo del siglo XX se produjeron desde varias regiones españolas como Extremadura, Aragón y especialmente Andalucía.
De hecho, algunos estudios detallan que a comienzos de los setenta se acercaban a 900.000 las personas que habitaban en Cataluña y que habían nacido en alguna de las ocho provincias andaluzas. Tal y como ocurrió en el País Vasco, donde obreros de toda España llegaron para trabajar en los astilleros, altos hornos y en la minería, Cataluña basó parte de su desarrollo no solo en la pujanza de sus empresarios, en el talento de sus profesionales y en la sabiduría de sus intelectuales. Su industria creció a lomos de un ejército de mano obra barata que en algunos momentos de la historia vivió casi en régimen de esclavitud. Gracias a los andaluces explotados, entre otros, Cataluña fue convirtiéndose en una región próspera, especialmente para una cierta burguesía a quienes aquellos españolitos pobres les vinieron a las mil maravillas a la hora de llenar sus cajas fuertes.
Es cierto que con los años se mejoraron esas condiciones y que la comunidad catalana también se convirtió en una tierra de oportunidad y en una clara opción de salir de la pobreza e incluso de escalar en la sociedad. Pero nada de lo que se ganaron aquellos inmigrantes les fue dado gratis.
Cataluña fue un balón de oxígeno para cientos de miles de andaluces y estos fueron los remeros que llevaron el barco a buen puerto. Quizá sea absurdo intentar cuantificar quién pagó más por el progreso catalán y quién hizo más méritos en la construcción de un pueblo que llegó a ser vanguardia de Europa, si los que ya estaban dentro o los que vinieron de fuera. Y puede que hacerlo signifique entrar en la dialéctica de quienes clasifican a las personas según su pertenencia o no a un grupo ungido por no se sabe muy bien qué espíritu sagrado.
Dentro del grupo que camina por encima de las aguas del independentismo está Nuria de Gispert, expresidenta del Parlament. Por eso hace unos días le espetó a Inés Arrimadas a través de las redes sociales: «¿Por qué no vuelves a Cádiz?». A Gispert no le gustó un comentario que sobre el procés había realizado la política de Ciudadanos. Le sentó tan mal que reaccionó en caliente dictando una especie de auto moral de expulsión. Luego, acabó pidiendo perdón viniendo a decir que se dejó llevar por un simple calentón. Lo grave no es que se enfadara y perdiera el control y escupiera palabras más o menos gruesas o los clásicos insultos y exabruptos. Le salió del alma ese deseo de todo nacionalista de instaurar el derecho de admisión en la que considera su tierra. Gispert lleva el bicho de la exclusión en sus tripas y en realidad no es cuestión de que se enfade o pierda los papeles. Ella piensa así y quiere que todas las Arrimadas se vayan a Andalucía porque no son dignas de la tierra sagrada. Las considera daños colaterales en la historia de Cataluña, pobres parias que en su día fueron útiles cuando trabajaban apenas por el mendrugo de pan. Ahora ya no se les necesita, salvo que abracen la religión del procés, voten lo que hay que votar y renieguen de España.
Afortunadamente y tras el 155, Inés Arrimadas se irá a Cádiz cuando le dé la real gana. Cómo debe ser.