Carta de Emilia Pardo Bazán a Adolfo Bayo

Emilia Pardo Bazán

OPINIÓN

17 dic 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Muy señor mío y antiguo amigo: Quebranto mi propósito de no dedicar la pluma sino a asuntos literarios, y me dirijo a V., presidente de la Liga Agraria, para adherirme a ella y ofrecerle mi simpatía y cooperación.

Vence mi habitual indiferencia hacia las cuestiones del orden práctico el espectáculo lastimoso de la despoblación y ruina, pasión y muerte de las provincias gallegas, mi tierra natal, la más pintoresca, dulce y linda de toda la monarquía española. Mi tierra, tan pacífica y sensata, donde jamás fermentaron radicalismos políticos, y de donde, cual inagotable mina, extrajo la nación hombres y dinero para consolidar la tranquilidad pública y hacer frente a las civiles discordias; mi tierra, la más poblada, la más salpicada de caserío, la de valles amenos y arbolado frondoso, y la que en breve será infecundo y desierto páramo si ustedes y todos los españoles de bien no consiguen remediar el desastre.[...]

Si algunas provincias más adelantadas e industriosas no desmayan en la lucha por la existencia y dan un ejemplo de energía y revisión que las restantes debieran imitar; otras regiones que solo viven de la agricultura y ganadería, y no piden oro, sino mantenimiento a lo sumo, se encuentran faltas hasta de lo indispensable para no expirar de necesidad, del mísero caldo de legumbres, del bazo pan de maíz, y, entre la muerte y la emigración, optan por lo segundo.

Nadie más sobrio y sufridor que el gallego; nadie menos codicioso, dígase lo que se quiera, nadie tan resignado. Su paciencia toca en fatalismo: su calma en medio de las privaciones raya en impasibilidad estoica. Un sentimiento poderoso y sagrado encierra su alma: el apego al terruño nativo. Quítenle todo enhorabuena; pero déjenle la facultad de respirar sus aires, de dormir bajo el techo que cobijó a sus mayores. Los que esto sabemos, los que conocemos a fondo la condición de la raza galaica, nos horrorizamos considerando la cantidad de amargura, dolor y desesperación que representa su éxodo, comparable al de los pueblos primitivos.

Cuanto se diga no alcanza a la realidad. Cada mes salen de Galicia millares de hombres; aldeas enteras quedan sin varón alguno, con solo aquellas viudas de vivos cuyas tristezas cantó la musa regional; vastas extensiones de terreno son abandonadas por los colonos, que dejan colocada la llave en la puerta del humilde casucho y se van con el atillo colgado en el palo, sin volver atrás la vista; la profesión de gancho ó reclutador de enmigrantes es lucrativa como pocas; las empresas de vapores hacen su agosto, y a la puerta de los consignatarios se empujan y atropellan grupos de mozos sanos y fornidos aguardando turno para embarcarse y llevar su fuerza y su sangre juvenil á comarcas más clementes! [...]

Se le ofrecen al paisano libertades tan sólidas y nutritivas como la de conciencia, y a nadie se le ocurre libertarle del secretario de su ayuntamiento. Se le otorga el derecho de votar y también el de morirse de inanición. Así sucede que el ejército, ó parte de el, hace motines por formas de Gobierno y el aldeano por consumos. La observación de este hecho tan vulgar, ¿nos curará de la manía retórica y de la peste de las abstracciones? ¿No llegaremos nunca a entender que para las clases pobres lo grave es la vida real, lo importante las ventajas serias y positivas de una buena administración? Y ¿no es todavía más expresiva que la protesta armada, el grito y el incendio, esa suprema y muda rebelión de toda una raza dejando sus hogares, sacudiendo el polvo de su calzado y entregando al flaco el cadáver de la tierra por él asesinada lentamente?

Después de la campaña de nuestro sabio Feijóo, quedan aún cantidad de errores comunes que el vulgo admite y la malicia sostiene. Entre éstos se cuenta el del pan barato y el del antagonismo entre los intereses del propietario y el colono.

Ofendería la ilustración de usted si me extendiese en refutarlos; ¿ni a qué? Hablen los hechos, los irrefragables hechos. El trigo y el maíz se venden a desprecio; la carne en algunos puntos á 10 céntimos libra, y Galicia se muere y los pobres huyen de ella, como las ratas del buque náufrago. El propietario no saca de sus tierras lo preciso para contribuciones y laboreo, y el colono expira ó se va. No es posible, en un país de propiedad tan subdividida, que el conflicto agrícola no sea mortal para todas las clases; y si el propietario de fincas rústicas se ve reducido a la indigencia, la propiedad urbana, la industria, las artes, tienen que sufrir de rechazo las consecuencias de esta general desventura.