Mal empezamos. Las primeras reacciones tras las elecciones son un déjà vu que abona la sensación de hartazgo y, aún peor, la impresión de que tenemos un grave problema que costará resolver. «Un pollo de cojones», que diría Puigdemont. Lo que omite es que, como el bombero pirómano, fue él quien prendió el fuego. A la vista de los resultados, y de los usos políticos, se puede entender que esté envalentonado. Pero no que sea tan irresponsable. Si algo han dejado absolutamente claro estas elecciones es que Cataluña es hoy una sociedad fracturada en dos mitades, cada una encerrada en su trinchera. Y cada uno podrá justificarse echando la culpa al otro. Pero la primera obligación de un presidente es gobernar para todos y tender puentes que derriben las trincheras. Lo contrario de lo que hace Puigdemont, más pendiente de su situación personal que de los intereses generales de Cataluña, amenazada por unas malas perspectivas económicas que parece ignorar.
Ciertamente, es difícil de explicar que hasta 19 parlamentarios electos estén procesados, y huidos o en prisión. Pero la responsabilidad es de quien comete el delito. Salvo que se pretenda comprar el indulto en unas elecciones. Revelador de un torticero sentido de la democracia que elimina la separación de poderes y lo supedita todo al interés político particular. Y este es el problema de fondo de los secesionistas: que intentan imponer su pensamiento único. El problema no es de Cataluña con el resto de España. El problema es de los nacionalistas con el resto de los catalanes. Y ni siquiera es una cuestión de respeto a las minorías, porque lo que de verdad hay es un intento de los minoritarios de imponerse por la fuerza a una mayoría social.
Sí. Hay un grave problema en Cataluña cuya solución pasa, antes que nada, por respetar el pluralismo social y político, así como el marco legal. Después, podremos hablar de todo lo demás. La alternativa es volver al procés, que ya se sabe adónde conduce: al fracaso colectivo.