
El tradicional discurso navideño del rey de España ha vuelto a dar lugar a su desautorización, ya consabida, por quienes no acaban de entender la naturaleza del papel constitucional de un monarca parlamentario en un sistema democrático: ser el símbolo de la unidad y la permanencia del Estado sin entrar en querellas partidistas y sin romper, en consecuencia, la imparcialidad política que la monarquía debe respetar de un modo escrupuloso.
Nada de lo que dijo Felipe VI la noche del domingo se sale ni un milímetro de ese espíritu, en un discurso cuyo contenido resumía ayer a la perfección el titular de este periódico: ley, concordia y renovación. Como no podía ser de otra manera, el rey, sin olvidarse de otros problemas (el paro, la corrupción, el terrorismo yihadista, la violencia de género o el cambio climático) se refirió al principal desafío que como nación hoy tenemos planteado -el de la secesión de Cataluña- y manifestó respecto a él lo que era no solo su derecho sino su obligación como titular de la jefatura del Estado: la necesidad de respetar la ley, de procurar sin desmayo la concordia ciudadana y de reconocer y aceptar el evidente pluralismo político y social de Cataluña.
Frente a ese discurso, institucionalmente impecable, se han levantado, entre otras, las voces de los independentistas que, fuera y dentro de Cataluña, y con palabras más o menos desabridas, han venido a coincidir en que el rey no respetó «la voluntad expresada por los catalanes en las urnas», crítica que implícitamente parte de una rotunda falsedad: suponer que en las urnas se manifestó el pasado día 21 una voluntad y no una amplia pluralidad de voluntades, como ocurre siempre en todas las consultas democráticas.
Porque la victoria de Ciudadanos con 36 escaños, la primera posición en tres de las cuatro capitales catalanas (Barcelona, Tarragona y Lérida) y en gran parte de los grandes municipios del cinturón industrial de Barcelona es, sin duda, una expresión de la voluntad de los catalanes en las urnas. Como lo es la clara ventaja de los contrarios a la independencia frente a quienes la defienden (46 % frente al 34 %) en las 15 ciudades más pobladas de Cataluña. O el hecho de que los independentistas no llegaran ni siquiera a la mitad de los votos expresados (se quedaron en el 47,5 %) en el conjunto de Cataluña, porcentaje que representa el 37 % del conjunto del censo electoral.
Todos esos datos, y no solo la victoria del independentismo en número de escaños, expresan la voluntad de Cataluña. Es decir, la voluntad de una sociedad profundamente plural, en la que cualquier salida política que trate de anularla supondría una gravísima violación de la democracia, pues solo podría alcanzarse, como se ha intentado ya, vulnerando flagrantemente la ley e intentando imponer un monolitismo autoritario. A eso se refería el rey expresando sin duda el sentir de la inmensa mayoría del país del que es jefe del Estado.