No necesito conocer el nombre de la chica que ese monstruo llamado José Enrique Abuín intentó secuestrar en Boiro. Solo quiero celebrar que haya sabido resistirse, que haya tenido fuerzas para gritar, que haya tenido la fortuna de que dos jóvenes la escucharan. En aquel momento ella pensó, y así lo dijo, que era un secuestro. Y era mucho más: era el primer paso para seguir el trágico destino de Diana Quer. El monstruo se mueve en las fiestas. Había salido de caza en las fiestas de A Pobra do Caramiñal. Volvió a salir de caza el día de Navidad. En agosto del 2016 seguramente tenía localizada a su víctima. En la Navidad del 2017 iba a cazar a una mujer; a cualquier mujer, preferiblemente joven, preferiblemente guapa; a la primera mujer que pasase por allí, y le tocó a ella; no le importaba quién fuese y por eso llamó Carla a la primera que tuvo a tiro. Pero no era su día.
La historia de esa chica es la demostración de lo poquísimo, quizá un minuto, quizá unos segundos, que separa la vida de la tragedia más espantosa, la supervivencia del crimen consumado. Si Diana Quer hubiese tenido tiempo para gritar, si hubiese tenido a alguien que la escuchase, su cuerpo no habría tenido que pasar quinientos días en el pozo de aquella fábrica. Si la chica que el monstruo encontró no hubiese tenido esa fortuna, no necesitamos esforzarnos en imaginar su desenlace. Las Navidades del 2017 quedarán en la crónica humana de Galicia no solo como las Navidades del sobresalto: quedarán como los días en que supimos que nuestra tierra, escenario de tantos crímenes horrendos a lo largo de los tiempos, tampoco es ajena a los peores delitos de motivación sexual. Aquí también tenemos -gracias a Dios podemos decir tuvimos- un depredador de la peor calaña.
Y ahora ¿bajo qué epígrafe situamos la muerte de Diana Quer? ¿Es un número más para la estadística de la violencia machista del año 2016? ¿Dejamos que su caso se quede en la memoria colectiva simplemente como el más mediático?
Vivimos tiempos de multitud de agresiones sexuales. Se multiplican las denuncias de violaciones en grupo. Quizá hayan existido siempre, pero no se denunciaban o no se conocían. Es difícil establecer una graduación de su importancia porque todas son igualmente repugnantes. Pero, sin duda, la peor agresión es la que termina en la muerte de una mujer y el peor agresor, el más repulsivo, el que la asesina y quizá de forma premeditada, porque sabía dónde esconder su cadáver. Es el caso de José Enrique Abuín. En los cuarteles de la Guardia Civil que lo detuvo figura como divisa el celebrado mandato de Concepción Arenal: «Odia el delito, compadece al delincuente». Ante ese monstruo, lo siento mucho, no siento la menor compasión.