
Enero es el mes de esta flor, que vive su vía al revés: empezándoal en invierno y terminándola en verano
14 ene 2018 . Actualizado a las 05:00 h.Hacia finales del siglo XIX, cuando todavía había esclavitud en Brasil, los abolicionistas tenían por símbolo secreto la camelia. Esto era así porque uno de ellos, un fabricante de maletas portugués llamado José de Seixas Magalhaes las cultivaba en su jardín del Quilombo de Leblon con la ayuda de esclavos huidos. Y luego las repartía entre sus correligionarios. La camelia, que, como se sabe, apenas tiene aroma, desprendía allí el más embriagador de todos, que es el de la libertad. Con el tiempo, la flor rebelde llegó incluso hasta los jarrones del palacio imperial en Petrópolis, donde los abolicionistas habían convertido a su causa a la princesa regente Isabel, A Redentora, que a veces se mostraba en público con una camelia prendida en el vestido, como un guiño. Y cuando finalmente firmó ella misma la Ley Áurea que liberaba a todos los esclavos de Brasil, lo hizo con la pluma de oro que le había dado Seixas Magalhaes y esa tarde recibió una última camelia cultivada en su jardín del Quilombo de Leblon.
Me acuerdo estos días de esta historia, porque enero es el mes de la camelia, la flor que vive su vida al revés: empezándola en invierno y terminándola en verano. Yo, que de flores sé poco o nada, reconozco que mi relación con ellas es a través de la literatura y lo imaginario. Pero, por otra parte, ese es el origen de la fascinación de occidente con la camelia, que empezó cuando los marineros europeos la descubrieron dibujada en el papel pintado de las casas de madera de Yokohama. Antes que la camelia misma llegó su imagen en las filigranas de la cerámica china. Digamos que el ideal llegó antes que la cosa. Y más tarde, su bum fue también el producto de una novela, La dama de las Camelias, de Alejandro Dumas hijo, donde toda la clave de la historia está en la periódica alternancia de la protagonista, Margarita Gautier, entre la camelia roja y la camelia blanca. Una peculiaridad de las camelias es que sus pétalos no caen uno a uno sino todos a la vez, con un sonido que los poetas japoneses transcriben así: «bo-to»; y Álvaro Cunqueiro especulaba con que ese tendría que haber sido el último suspiro de Margarita al morir de tisis.
También Rosalía tenía camelias cerca cuando murió. Y yo pienso que la Gautier, que solo se adornaba con camelias y se alimentaba de marrón glacé, se habría sentido también muy a gusto en Galicia, que se ha especializado en ambas cosas. La tierra gallega, que tiene un punto de humedad y acidez casi calcados a los de Japón, le es tan propicia a la flor de enero que se da casi todo el año en miles de variedades. Pronto empezarán los festivales en los que muestran sus creaciones los jardineros gallegos, e iniciarán los visitantes sus recorridos por los pazos de Pontevedra, donde se encuentran algunos de los ejemplares más hermosos del mundo, y hasta algunos de los más longevos, como el espécimen llamado Matusalén que me mostraron un día en el parque de Castrelos en Vigo.
Se me ocurrió entonces, viendo aquellas camelias de Castrelos, conjeturar que, por el tiempo en el que empezaron a plantarlas, algunas serían descendientes de las que trajo la moda de la novela-escándalo de Dumas, fils. Y otras, que vinieron de Portugal, quería imaginar yo que pudieran ser de las que plantaban los esclavos libertos de Brasil. Podría haberlas traído la mismísima princesa Isabel, que tuvo que exiliarse al año siguiente de firmar la Ley Áurea, cuando los hacendados esclavistas le dieron un golpe de estado. Pero eso, naturalmente, es solo una fantasía literaria, o sea: una cosa que sería mejor que fuese.