En mi juventud -divino tesoro, etc.-, el libro ocupaba un papel importante en nuestras vidas. Tanto es así que, por ejemplo, en las librerías se robaban libros. Había una idea romántica de la cultura entre los jóvenes, que pretendían un acceso un tanto libertario a los libros, aboliendo la propiedad privada. Entonces el fomento de la lectura lo sufragaban Arenas, Cervantes, Ágora, Molist, en Santiago Follas Novas... Por aquellos años apareció Manuel Fraga, ministro de Información y Turismo, con su Biblioteca Básica Salvat que aún hoy me deja perplejo. Cada libro costaba veinticinco pesetas, que hoy son quince céntimos, y allí ya estaban todos, los de aquí y también Onetti, Orwell, Virginia Woolf. Aquellos libros ocuparon las estanterías de todos los hogares españoles. Algunos los leyeron y solo por eso valió la pena, como Lot con Sodoma. Cuento esto porque entonces los libros tenían prestigio, y se paseaban por parques y cafés. A veces se abrían. El que no leía, mentía y decía que sí. Ahora, en cambio, los libros han desaparecido de los cafés -en realidad incluso han desaparecido los cafés- y ya solo se ven teléfonos móviles donde la frase más larga que se lee tiene que caber en la pantalla. Imagínese usted cómo hacer que quepa la prosa de Juan Benet. La gente presume de no leer, pide una pizza, enciende una televisión como una casa y se pone a jugar a la guerra de Irak o al fútbol de las estrellas. Y a otra cosa mariposa. ¿A quién le importa Orwell, Huxley o Cunqueiro? La felicidad es tonta.