Los nacionalistas catalanes llevaban tanto tiempo forzando las costuras del sistema que pensaron que podían seguir avanzando impunemente hacia la ilegalidad. Cometieron un grave error de cálculo al pensar que podían romper el Estado sin que este se defendiera. Demuestra lo equivocada que es su percepción de la realidad. Pensaron que basta con desear algo para que se haga realidad, aunque para ello haya que recurrir al engaño, la manipulación, la imposición y, si es necesario, la fuerza. Que se puede ejercer de muchas formas, no solo con la violencia de las armas. Al final, por su infantilismo político van a pagar un alto precio en forma de años de cárcel. Y es triste, aunque haya muchos que se alegren. Unos animados por afán de justicia, pero otros más guiados por el resentimiento. Y este es también un alto precio a pagar por el desafío secesionista, el de una sociedad fracturada y en muchos casos inyectada de rabia y de rencor. Nada bueno, porque sobre estos cimientos es imposible construir nada, y menos una comunidad, una sociedad. No es agradable ver a un ser humano encerrado, y menos a quien ha sido elegido por los ciudadanos para mejorar las condiciones de vida de todos. Porque la actividad política es de una gran dignidad, lo que hace especialmente dolorosa que se la traicione y en lugar de esforzarse en el beneficio de todos se trabaje por una idea que margina a la mayoría. Los secesionistas han dinamitado la convivencia y es justo que, aunque triste, paguen por ello.
Se puede discutir que los hechos encajen con el delito de rebelión de que los acusa el juez Llarena. Pero para eso está un proceso judicial con todas las garantías exigibles. Lo inadmisible es que se hable de persecución política. No es cierto que estén en prisión por ser fieles al mandato de los electores. Porque, en democracia, solo son admisibles los mandatos que se encuadran en la legalidad. Se podrá modificar esta para ajustarla a los deseos de la sociedad, pero nunca se puede ignorar ni violar la ley. Los independentistas parecen creer que una idea ampliamente compartida equivale a una patente de corso para hacer lo que se quiera. Eso no es democracia. Es el argumento con el que se han intentado justificar todos los regímenes totalitarios.
Les ayudaría, y nos ayudaría a todos, que reconozcan el grave error que los ha llevado a prisión, reconduzcan su actividad hacia la legalidad, olviden las soflamas autojustificativas y contribuyan a cicatrizar las heridas que ellos mismos han abierto. Porque lo realmente importante es normalizar la convivencia social y el respeto institucional. Hace falta política, la de verdad, la que mejora la vida de todos. Y con todos.