Trabajaba en una charla. Me habían pedido de un festival de poesía que hablase de la guerra y pensé en citar la Ilíada, porque en ese clásico griego está contenido todo lo que se puede decir del asunto: está la pena, está el miedo, está el desconcierto. La filósofa francesa Simone Weil lo consideraba el mayor libro jamás escrito, porque explicaba el misterio de la violencia del ser humano, que para ella encerraba todos los demás. El protagonista del libro es la fuerza bruta, decía, una energía invisible pero incontenible que recorre el texto destruyéndolo todo, dañando haciendas y arrasando vidas. Eso es la guerra, en definitiva.
Me interesan las historias de los libros, no solo en cuanto a obras, sino también en cuanto a objetos; y mientras tomaba notas de mi ejemplar de la Ilíada fantaseaba yo con el ejemplar que habría consultado Simone Weil. El ensayo lo escribió en 1937, mientras estaba internada en un sanatorio en Suiza. Allí había conocido a un estudiante de medicina, para el que tradujo cientos de hexámetros de Homero, y eso fue lo que le dio la idea para ese ensayo, La Ilíada o el poema de la fuerza. Luego Weil recibió el alta, y yo tengo mi teoría particular de que se dejó olvidado su ejemplar de la Ilíada, porque en la misma clínica, casualmente, ingresó un año después otra filósofa francesa, Rachel Bespaloff, que se puso allí a leer la Ilíada con su hija, y de ello resultó otro ensayo clásico: Acerca de la Ilíada. A esto me refiero: si uno sigue la pista de los libros, de sus copias en papel, sigue la pista de las ideas. Es como si tuviesen vida y ellos mismos buscasen a alguien que los interprete.
Mi Ilíada es una edición en inglés, de segunda mano, que tengo llena de subrayados y marcas. Mientras tomaba notas, inevitablemente, pensaba yo en la guerra, en la poca que he visto y la mucha que he leído. Y me acordaba de que una vez estuve leyendo este mismo volumen una mañana de verano en Nablus, a la sombra incandescente de un carro de combate. Recordé haber leído que, en una ocasión, en la Primera Guerra Mundial, el poeta británico Siegfried Sassoon había tomado una posición enemiga únicamente para poder leer tranquilo, y era la Ilíada lo que quería leer. También me acordé de que durante la guerra civil española, en los combates por la ciudad universitaria, los soldados de uno y otro bando se parapetaban detrás de los libros que habían sacado de la biblioteca. Escribí de ello aquí un día: Bernard Knox, un inglés que luchaba con las Brigadas Internacionales, se dedicaba de paso a leerlos, y observó que las balas solían detenerse a la altura de la página 350. Y aunque no sé si uno de aquellos volúmenes agujereados sería la Ilíada, sospecho que sí, porque Knox llegó luego a ser uno de los mayores especialistas en Homero, y su edición de la Ilíada es canónica.
Es la que tengo yo, sobada y subrayada. Abro mi ejemplar por la página 350 y tomo nota: «...no es mi estilo, ya lo sabéis, luchar a distancia, fuera del alcance del enemigo». Si Knox leyó esa página, tuvo que saber que el libro se refería a él y que contaba, un poco más abajo, la forma en que sería derrotado.
Vuelvo a mis notas. Marco unas páginas para leerlas en la charla. El libro, recuerdo, lo compré hace años en una librería de segunda mano de Bruselas. Aunque borrados, todavía se notan los subrayados que hizo, en lápiz muy fino, alguien que fue su dueño antes. Si me lo dejo olvidado en el café, me pregunto a quién buscará este ejemplar para que lo lea de otra manera.