Allá en el fondo no está la muerte (como dijo Cortázar), sino usted tal y como es, sin máscaras. Pero no tenga miedo. Cierre los ojos y pregúntese: a ver, ¿cuántas mentiras dije hoy? Según varios estudios, entre ellos el realizado por el Museo de la Ciencia de Londres, los hombres mienten más que las mujeres. Unas tres mentiras al día (1.092 al año), frente a las mujeres, que solo faltarían a la verdad dos veces al día (728 al año) y además con más disimulo. Pero eso no importa aquí. Vaya cavando y ahondando en busca de una respuesta. Por la mañana, si es mujer, estrena bolso nuevo pero a su marido (que últimamente no hace más que decir que hay que reducir gastos) le dice que no, que no es nuevo, que lo tiene desde hace tiempo, ¡al menos diez años!, ¿no te acuerdas?, ¡de verdad, cómo sois los hombres, no os fijáis en nada! Y es verdad que algunos (solo algunos) hombres no se fijan en nada, pero es que ese pobre está pensando en que se acaba de encontrar a un conocido por la calle y ante la usual pregunta de «¿qué tal todo, Manolo?, ¿bien?», él le ha contestado que sí, que muy bien, ¡muy bien!, cuando en realidad lleva en paro seis meses, se le acaban los ahorros y está más jodido que nunca.
Mentimos como bellacos, todos, para no herir a la otra persona, por vergüenza, por enfermedad y sobre todo para ofrecer al mundo una imagen diferente a la que realmente tenemos. Mentimos porque sabemos hacerlo y porque nos otorga beneficios. El cine y la literatura están llenos de personajes mentirosos: Don Draper, por ejemplo, el atractivo agente publicitario de la serie Mad Men, construye su vida y su trabajo en torno a una mentira. Este secreto no solo es el elemento vertebrador de la trama sino que nos ayuda a entender por qué Draper tiene tanto éxito en su trabajo: al haber inventado toda una identidad falsa para sí mismo, es experto en crear personajes publicitarios. Tenemos también al Mr. Ripley de Patricia Highsmith, cuyo talento para construir un entramado de mentiras y vivir durante meses de él es de lo mejor que ha dado la literatura. O al Gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald, que miente sobre su pasado y sus intereses amorosos, y también sobre su enorme fortuna que nadie sabe de donde proviene. O qué decir de Anna Karenina.
La mentira tiene que ver con nuestro lado oculto y también con nuestra vulnerabilidad. Lo que decidimos esconder, y por qué lo hacemos, dice mucho sobre lo que creemos que los demás esperan de nosotros. Los secretos representan nuestros temores. De ser expuestos, se destruiría nuestro estatus entre amigos y familiares, comunidad y compañeros.
A estas alturas de la película, nadie duda que Cifuentes ha mentido. Nadie duda, tampoco, que lo que se debate no es una mentirijilla que nos ayuda a sobrevivir en el día a día. El que haya hecho o no el máster, el que en su currículo consten esos conocimientos, a mí personalmente -con todo el respeto por el que sí lo ha hecho y el esfuerzo que supone- me resulta indiferente. No creo que sea mejor o peor gestora por ello. Ocurre, sin embargo, que lo que hay detrás de la máscara Cifuentes no es solo su persona, sino el partido en su conjunto y que la mentira levanta y arrastra otras mentiras (ya lo estamos viendo con el rector de la Universidad Rey Juan Carlos y con Pablo Casado, vicesecretario de comunicación del PP, que tiene un máster como el de Cifuentes pero no recuerda si fue a clase).
El catoblepas es una criatura legendaria de Etiopía, descrita por primera vez por Plinio el Viejo y más tarde por Claudio Eliano. Según Vargas Llosa, es como el escritor porque se alimenta de sí mismo, comenzando por sus propios pies, escarbando y sacando a la luz cosas que uno jamás sacaría en una conversación porque le avergonzarían o le marginarían. Pues aquí tenemos al PP-catoblepas comiéndose por sus propios pies y de paso desenmascarándose. Alegrémonos, hay una buena noticia en todo esto: la mentira, con frecuencia, contiene más verdad que la verdad misma.