De escándalo en escándalo hasta la derrota final y la muerte política. Cristina Cifuentes se acordará toda su vida del 25 de abril. Y no porque, un año más, hayamos evocado aquella jornada en la que sonó el Grándola Vila Morena y en la que los portugueses se fueron a dormir pensando que habían cambiado el mundo.
El motivo es menos mítico, mucho más «cutre» (en palabras de Albiol). Y desprende un aroma mucho más penetrante que el de los claveles que taparon las bocas de los fusiles de los soldados lusos. En Madrid cheira a fosa séptica. A vendetta y ajuste de cuentas. Huele a purín y a tamayazo. Y suenan los ecos del fuego amigo.
Ese barco político llamado Cifuentes recibió un torpedo bajo la línea de flotación por empeñarse, como la flota española hace 120 años en Cuba, en salir de puerto con la bandera en todo lo alto del mástil cuando la derrota -en este caso la dimisión- era inevitable. Ambas maniobras acabaron en desastre.
Ya había sido tocada por otro misil, el mastergate, de entidad suficiente para provocar una renuncia digna en cualquier país civilizado. Su empeño en enrocarse, y los intereses de su partido, el PP, en hacer que Ciudadanos se retratara apoyando a la izquierda, le permitieron aguantar. Hasta que cayó, enrocada y hundida, con más estrépito, vergüenza y oprobio.