Esta semana, como todos los años, tuvo lugar la lectura continuada en voz alta del Quijote, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Es una de las tradiciones en torno al Día del Libro; una de las más hermosas, pienso yo. La gente va a leer el fragmento que le toca al azar, a cualquier hora del día o de la noche. Arranca siempre la lectura el premio Cervantes. A él corresponde decir las palabras mágicas «En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme» -porque el Quijote es un libro que empieza con un olvido y termina con un recuerdo-. Y luego va la dieta del hidalgo, que se nos quiere decir que era pobre, pero que resulta que se alimentaba mejor que la mayoría de nosotros. Después siguen las autoridades -a veces, al ministro de Cultura le ha tocado leer, incómodo, el pasaje de la quema de los libros-. Y a partir de ahí ya cualquiera.
Siempre me ha gustado esta comunión, esta misa laica en la que todos leen de esta biblia de la literatura que es la obra de Cervantes. Algunos años yo también he leído de ese libro enorme sobre el atril, poniendo voz de radio. Los grandes libros, los libros gordos, grandes por su valor y por su tamaño, tienen algo de especial dentro del conjunto de los libros: el Quijote, la Ilíada, La divina comedia, La montaña mágica… Su tamaño mismo, su peso respetable y su volumen añaden a la belleza redonda de su contenido el veredicto de la ley de la gravedad. Son como el oro, que es hermoso por el brillo pero que se sabe que es valioso por el peso.
Y, sin embargo, lo liviano también tiene su belleza. Este año, me fijé, en el Círculo tienen una exposición de libros enteros en una sola página. Es la obra de lo que se llama Proyecto Gutenberg by Minimae, y consiste en ediciones limitadas de láminas con obras literarias clásicas completas, pero impresas en letra microscópica. Está, naturalmente, el Quijote, con sus más de un millón y medio de caracteres estampados en caligrafía minúscula, en un lienzo con formato de 70 por 100. A cierta distancia no se ve más que un rectángulo gris, pero a medida que uno se acerca empieza a distinguir los contornos de las frases y los párrafos. Solo con una lupa alcanza uno a ver los molinos de viento, que al hidalgo le parecían tan grandes.
Este año no leí en la lectura continuada del Quijote. Me quedé en la sala anexa mirando esta exposición de lo que parecía el alma de los libros separada de sus cuerpos. Me dejé llevar por el placer estético de, simplemente, mirar las palabras, negro sobre blanco, que a ese tamaño parecían filas de hormigas. Era la belleza exenta de la tipografía, la partitura del pensamiento, el rastro visible que dejan las ideas. Aparte del Quijote, estaba allí Poeta en Nueva York, de Lorca, en el que las letras forman un rascacielos de Manhattan. En La vuelta al mundo en 80 días forman un mapamundi. En Viaje al centro de la Tierra están contenidas en un círculo con las capas geológicas. El corazón de las tinieblas tenía la forma del mapa del Congo que consultó Conrad, con sus famosos espacios en blanco.
Me detuve especialmente en Los viajes de Gulliver. Estaba, en inglés, presentado con la forma de una carta de Snell, el póster con el que nos graduamos la vista. Me llamó la atención porque es uno de mis textos favoritos, pero además porque también es, precisamente, una reflexión sobre el tamaño, sobre lo grande y lo pequeño en la naturaleza y en la moral, sobre el poder y la inocencia. Pongo el modo lupa en el móvil y leo al azar una frase. Sale esta: «Sin duda, los filósofos tienen razón cuando nos dicen que nada es grande ni pequeño más que por comparación».