Al fin, Puigdemont, desde su Olimpo berlinés, se ha dignado designar el candidato que el Parlament ha de corroborar (elegir es mera formalidad) para presidir la Generalitat. Su papel de ayatolá se confirma en la prohibición de que no se ocupe el despacho en el que sentó sus posaderas. Todo un símbolo de la provisionalidad de la nueva presidencia, cuyo titular ha de ser custodio de la ostentada legitimidad de su tutor. Por eso, no ha de sorprender que se haya decidido por un fiel seguidor lo suficiente claro, en su trayectoria y en manifestaciones que ahora se han reproducido y sin problemas judiciales, para evitar elecciones. La payasada ha traído en jaque a los poderes del Estado: con cachondeo del Gobierno asegurando que habría referendo; obligando a un inusitado y tenso discurso del Rey después del 1-0; forzando la actuación del Tribunal Constitucional y del juez Llarena y, por supuesto, la aplicación del artículo 155. La fuga de Puigdemont, a juzgar como le ha ido, no parece que fuese alocada; le libró hasta ahora de la prisión que comparten compañeros y, para más inri, le ha permitido erigirse después de las elecciones en el rey del mambo. Demasiado para un payaso. Entre otras consecuencias la payasada ha alterado el equilibrio tradicional de los partidos políticos como acaba de confirmar la estimación de voto adelantada por el CIS. Las elecciones catalanas han constituido la plataforma del lanzamiento de C’s. Por eso, se entiende que Rivera insista en ser el adalid de la ortodoxia anti-separatista catalana. Esa actitud, como la contraria al nacionalismo vasco, resulta rentable para sus pretensiones electorales fuera de esos territorios. El subidón en las encuestas le ha llevado a declarar con cierta solemnidad que retira su apoyo al Gobierno por entender que no está defendiendo la legalidad constitucional en Cataluña. El motivo es que el Gobierno no haya recurrido ante el Tribunal Constitucional la delegación de voto de los fugados Puigdemont y Comín. Al no interponer el recurso, cuya legitimación era más que dudosa, es cierto que se ha facilitado que pueda haber un presidente y un govern. Que con ello se eviten unas elecciones no parece que pueda interpretarse como seguidismo de Puigdemont, cuya elección telemática se frustró al recurrir la ley del Parlament. Constituido un govern, cesa la aplicación del 155. Rivera, sin embargo, ha reivindicado que se mantenga. Además de su actual imposibilidad jurídica entraña una contradicción manifiesta, explicable desde un patriotismo populista. El paso a dar es un dato positivo, pero a nadie se le oculta que con él no se resuelven todos los problemas. Hay muchas cuestiones pendientes; entre ellas los pronunciamientos judiciales. El govern no va a renunciar de pronto a sus convicciones, pero tendrá que afinar su singladura para no toparse de nuevo con la fuerza del Estado. Todos han adquirido experiencia. La payasada no debería haber llegado a tal atrevimiento.