El paso del tiempo, que va colocando las cosas en su sitio, no le ha sido propicio a Pablo Iglesias. Cuando hace hoy exactamente 4 años se alzó el entonces flamante líder de Podemos con un gran resultado en las elecciones europeas que marcaron el comienzo de una escalada local, regional y nacional, Iglesias era lo más parecido a un santo laico. Su desaliño indumentario, el piso espartano de una tía, que nos enseñó con pelos (es un decir) y señales, su desprecio a la riqueza y a los ricos, su reivindicación de una ética de la austeridad, lo auparon al altar de un Gandhi hispano, que nada quería para él, pues su única preocupación era la gente, la que sufre, la que carece de lo más elemental frente a los señoritos de la casta económica y política.
Iglesias «el hombre nuevo»: ese que han aspirado a construir todos los totalitarismos, del comunismo a los fascismos. El hombre nuevo que dirigía un partido que en realidad era un antipartido, donde no mandarían los dirigentes, sino la gente, ¡siempre la gente!, cuya sagrada voluntad constituiría la última palabra.
Muy pronto pudo verse, sin embargo, que predicar es más fácil que dar trigo. Las duras réplicas de la historia comenzaron por Podemos, que, lejos de funcionar como el grupo más democrático del mundo, se convirtió en cuestión de meses en un partido leninista, cuya dirección hacía mangas y capirotes y quitaba y ponía al gusto de Iglesias y sus fieles, que, o lo eran al cien por cien, o pronto caían en desgracia. El abuso ha llegado al punto de que ser la pareja del líder confiere poder en el partido.
Luego vinieron los escándalos, demostrativos de que la gente de Podemos es como la de cualquier otro partido. La beca de Errejón, las peleas de Monedero con Hacienda, la especulación inmobiliaria de Espinar, la asistenta a quien Echenique pagaba en negro, el nepotismo de Tania Sánchez, los dineros de Irán y Venezuela, todo era poca cosa comparado con los escándalos que afectaban al PSOE o al PP, según ayer volvió a ponerse de relieve con la devastadora sentencia de la Gürtel. ¡Qué duda cabe! Pero esa poca cosa fue terrible para quienes se presentan como la encarnación de la bondad, la austeridad y la honradez.
El chalé de Iglesias y Montero, que no es para vivir sino para iniciar un «proyecto familiar» (las palabras otra vez como florido trampantojo), ha acabado con el delirio del hombre nuevo y el partido de la gente.
Como cualquiera, Iglesias y Montero quieren un chaletazo con piscina, símbolo del lujo en el imaginario popular. La diferencia es que ellos han puesto a caldo a quienes lo tenían o aspiraban a tenerlo, que ellos han conseguido un crédito de una fuente y en unas condiciones que están al alcance de muy pocos, y que, en fin, para redondear la desvergüenza, ellos han convocado un plebiscito para que la gente les confirme que tener un chalé solo es muy malo si no eres de Podemos. Desde el día en que debatí en Vía V con Iglesias creí que era lo que es: un caradura.