«Yo protesto contra el cortoplacismo miope de los agentes políticos, enfrascados hoy en satisfacer sus ansias electorales escondiendo el polvo debajo de las alfombras». Quizá alguien recuerde esta frase. La escribí en La Voz de Galicia hace nueve años. Y reconozco que me habría producido una íntima satisfacción que en este tiempo una aseveración tan crítica hubiese envejecido y hoy estuviese pasada de moda. Pero, desafortunadamente, puedo escribirla de nuevo esta mañana. Lo que dije en el año 2009, en el artículo que da título a mi libro, no solo está vigente, sino que ha exacerbado su valor hasta términos difíciles de superar. La política, tal como se entiende y se practica en España, no es ya un mal insoportable: es un caos.
No hay más que retratar a cada cual en la foto de las últimas horas para observar que el tan invocado interés general ha sido en realidad el único ausente en los escaños y en los despachos. Uno a uno, todos han maquinado en atención a sus propios intereses, han hecho sus cálculos de oportunidad y los han malvestido con el falso disfraz del bien común. Tal es la atracción del poder. Y el miedo a perderlo.
Se ha resuelto esta crisis política, pero el mal no ha desaparecido. El pésimo momento que vive España, con su reputación internacional gravemente vulnerada, se habría podido aminorar si a la ineficiencia en la crisis catalana no se hubiesen añadido la inestabilidad y la descomposición que han surgido como consecuencia de la corrupción.
Esa descomposición no es una sorpresa para nadie. Para mí tampoco, porque lo advertí en un editorial publicado en julio del 2011 que titulé Acabemos: «Los agentes políticos y también los sindicales se resisten a escuchar que el hartazgo, la indiferencia y hasta la indignación crecen cada día a nuestro alrededor por su cortoplacismo, por la contaminación partidista de los estamentos del poder judicial o por el amiguismo y la corrupción que tiñen cada mañana los titulares de prensa». Y aún con más rotundidad en marzo del 2014: «Nada puede haber de sano en una sociedad en la que se han implantado como algo habitual y cotidiano el cohecho, el soborno, la prevaricación, la malversación, la falsedad y el tráfico de influencias».
Pero quienes tenían que actuar -y no solo el Gobierno saliente- no lo han hecho. Y no se abochornan. Nos abochornamos los ciudadanos cuando tenemos que leer en una sentencia que en las instituciones públicas se cobijaron auténticas mafias.
En estas circunstancias se hace evidente que es necesaria una regeneración. Pero no la que propugna quien aprovecha arteramente el fallo judicial en su beneficio, mientras aún se juzgan casos de extrema corrupción que afectan de lleno a su partido. Y encima nos propone experimentos entregados al populismo. Porque, si no lo sabe, se lo recuerdo: «No ha habido una sola vez, en ningún lugar del mundo, en que el populismo fuese otra cosa que la antesala del desastre». Lo escribí en estas páginas en junio del 2016 y ahí sigue vigente, como vemos claramente en Venezuela y empezamos a vislumbrar con verdadera preocupación en algunos países europeos.
No. Nuestra palabra regeneración no es la misma que utilizan aquellos que permiten tramas corruptas, ni los que hacen bandera del antagonismo, ni los que ofrecen sus votos manchados de odio a España, como los independentistas catalanes. Tampoco la de los que venden sus escaños a derecha o izquierda, pero siempre subastándolos al mejor postor.
La verdadera regeneración está por hacer. Y debe surgir de todos los actores de la vida pública, empezando por los ciudadanos y siguiendo por los tres poderes de la democracia. Porque, como señalé hace ahora dos años, «con la recuperación económica en entredicho, el empleo inestable, la competitividad evaporándose, las pensiones futuras en el aire, la educación en su peor momento, solo los más ingenuos pueden pensar que el futuro que nos espera es diáfano».
Hace falta actuar ya, antes de que el divorcio de los ciudadanos con toda su clase política se consume. Hace falta no solo perseguir y erradicar todo reducto de corrupción, sino también asumir responsabilidades por la permisividad o la negligencia, y por cada cuenta negra en paraísos fiscales. Hace falta fortalecer los controles y resortes democráticos. Hace falta, desde luego, impedir con firmeza todo intento secesionista. Y hace falta colocar en la agenda, por fin, las necesidades reales de la sociedad.
Las enumeré, pensando en Galicia, en otro editorial: «Que no dejen caer la sanidad, que despejen el futuro de la educación, que pongan fin a los gastos suntuarios, que reinventen la estructura territorial, que apoyen la iniciativa de los emprendedores, que no ahoguen a los autónomos, que detengan el éxodo de los jóvenes, que inviertan en investigación, que saquen provecho de nuestros recursos. Que tengan, por fin, un plan para Galicia». Y un plan para España.
Si no, sigue vigente mi petición del 13 de julio del 2012: «Quienes desgobiernan así son los únicos culpables de que cada vez seamos más los que nos sentimos insumisos políticos. Mejor les sería revocar urgentemente estas aberraciones. O si no pueden o no quieren, irse ya a descansar a casa».
Está escrito
Artículos del editor de La Voz de Galicia
A la deriva. 14 de febrero del 2016. «Hemos visto cómo el nacionalismo catalán presumía en los balcones y en las televisiones de señorío, mientras por las cloacas corrían a diario ríos de comisiones ilícitas que iban a engordar cuentas particulares. Hemos visto cómo gobiernos autonómicos enteros se ponían al servicio de nombres reconocidos para sacar beneficios multimillonarios de cada acontecimiento que se organizaba. Hemos visto cómo partidos políticos que se declaran de orden dejaban crecer en su seno, fuera de todo control, aparatos mafiosos para saquear cuentas públicas y organizar sus tramas de blanqueo»
Acabemos. 24 de julio del 2011. «Al Estado todavía le quedan muchos lugares donde tocar para hacerse eficiente. Porque nada ha hecho, de momento, para acabar con instituciones superfluas, como las diputaciones provinciales; redundantes, como el Senado, o propagandísticas, como las televisiones públicas»
Contra la resignación. 25 de julio del 2010. «Tres son los aspectos negativos más preocupantes: uno, las graves tensiones disgregadoras que han introducido algunos -nacionalistas o no-; dos, la proliferación de la corrupción política, y tres, el despilfarro de recursos, que ya recuerda más el estilo de los virreinatos bananeros».
La voz de la calle. 30 de agosto del 2009. «La gente habla de los gastos superfluos de la Administración, agudizados en España por la escasa responsabilidad contable de 17 administraciones autonómicas que parecen incapaces de cooperar con lealtad y coordinación»
Pensemos. 22 de febrero del 2015. «Quienes basan todas sus expectativas electorales en los efectos de la rabia ciudadana saben muy bien -porque lo han estudiado en sus facultades- que nada bueno se puede construir desde la cólera».